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Durante muchos años hice diariamente el trayecto de Cartagena a Murcia en autobús. Entonces no sabía conducir, ahora tampoco, aunque tenga un documento que diga lo contario. Una tarde de viernes me subí al autobús, me senté en el sitio de siempre e hice lo ... de siempre: dejar la mochila en el asiento contiguo, echar la cortinilla de la ventana para que no me molestara la luz y abrir el periódico empezando por la última página. A media lectura, lo cerré y descorrí la cortina. «¡Qué raro! Hoy no da el sol», pensé. En ese momento, reparé en una gasolinera que no recordaba haber visto antes. Aquello también me extrañó un poco, no demasiado, que una es de natural despistada. Seguí mirando: un motel, un almacén agrícola. Nada de aquel paisaje me resultaba familiar. ¿Y dónde estaba la venta por la que pasaba todos los días? Comencé a ponerme nerviosa y me dirigí al pasajero de atrás. «Perdona, este autobús va para Cartagena, ¿no?». «No. Va a Águilas». Y ahí comenzaron la autoflagelación, los ruegos al conductor para que me dejara usar su móvil (yo no tenía), las llamadas al que luego sería mi santo para que me recogiera en la otra punta de la comunidad autónoma y la fama de tipa desastrosa que aún hoy me persigue. Y con razón.
Cuando te has equivocado una vez tienes miedo de volver a hacerlo. Desde entonces, compruebo de forma compulsiva hacia dónde se dirige cualquier medio de transporte que utilizo, desde un tren hasta un burro-taxi. Así la vida es más segura, pero menos emocionante. A veces pienso en jugar a la ruleta con el autobús: subirme en el primero que vea, sin saber qué ruta recorre ni en qué lugar voy a acabar, y convertir un martes cualquiera en una aventura urbana. Ganas me dan.
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