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Los dos años son el principio del fin»: es una de las primeras frases de Peter Pan y Wendy, novela escrita desde la fatalidad adulta y el cansancio del sentido común. Su narrador afirma que Wendy supo, al cumplir los dos años, que crecería, sin ... remedio. El 'jamás' del País se refería a eso: nunca jamás se puede volver a tener dos años. El País de Nunca-Jamás, al que –vía sus tres hijos– tendrá acceso la señora Gentil, la madre de Wendy, es una circunvolución de la imaginación de un niño. Un territorio demarcado por líneas febriles, las propias de los picos de temperatura cuando un niño enferma, describe el narrador. La señora Gentil era una mujer –según se nos cuenta– romántica y burlona, y con una imaginación tan fina como la madera de una cajita oriental. Ella, es, de hecho, la neuróloga de la fábula, pues como todas las buenas madres, prosigue el narrador, ha de ordenar la imaginación de los niños dormidos, doblando las pasiones y maldades «en pliegues pequeñísimos» y colocándolas «en el fondo de la mente». Y aquí pregunta el narrador al lector: «Yo no sé si habréis visto nunca el mapa de la mente de una persona». Y, especialmente, matiza, el de la imaginación infantil, a la que califica de confusa y como en turbina. Pues el País de Nunca-Jamás consiste en esa cartografía. Durante el día, se representa, pero en el sueño se realiza. La señora Gentil, claro, ya lo había visitado en su niñez. Incluso había conocido a un tal Peter Pan que vivía en un jardín de hadas y del que se decía que acompañaba a los niños que morían en los primeros metros de su tránsito. Pero inspeccionando por las noches, el Nunca-Jamás de sus hijos, la señora Gentil descubrió realmente a Peter Pan. Y en su rostro reconoció –cito por el narrador– el rostro que veía reflejado en las mujeres que no podían tener hijos. Hay que recordar que los Gentil tenían poco dinero, el justo para comprar leche, y como no se podían permitir pagar una doncella tenían por nana a una perra Terranova. También se dice al principio de la novela que en el mapa de Nunca-Jamás se encuentran, entre otras cosas, el primer día de escuela, la religión, el dativo de los verbos, los tirantes y los asesinatos que los mayores leen en los periódicos. Es un País, por tanto, con turbiedades por zonas, accidentado. Pero lo mejor de ese País, de esa Isla, lo impagable para un narrador y para un lector o un espectador es que, en su territorio, «no existen monótonas distancias entre aventuras», sino que estas «forman un bello y compacto grupo». Leí la novela de Barrie muchos años después de ver la película, cuando ya me encontraba entre la legión de «niños perdidos». No en aquella Isla de Nunca-Jamás, sino en el tiempo en general. La vi a los nueve años –ya tarde, me temo– acompañado, para no extraviarme, de mi abuela, en el Cine Rialto, en un programa doble con una de Fantomas de Louis de Funes: otro mapa. Salí, además de enamorado de Wendy, sin conciencia del curso del tiempo, imparable, una vez fuera de Nunca-Jamás, y del cine: un país donde el tiempo queda abolido, un lugar para perderse. Regreso muchas veces a aquella sesión de agosto de 1970 y lo que me hace daño de verdad es no poder recuperar ni un segundo de los de antes de entrar en la sala. Ni a mi abuela, ni aquella sensación de aventura bella y compacta. Ese es el drama. En cuanto a los indios de la película, unos seres de dibujos animados que ahora Disney quiere desagraviar, me fascinaba su (muy interesante) discurso sobre la fabulación cuando cantaban: «Historias no les contamos/ Verdades no garantizamos/ Nosotros no mentiras decir/ Ya tú no más no poder saber». Disney Plus acaba de sacar de su catálogo infantil aquel Peter Pan de 1953. Prescribiéndolo para mayores de siete años. Edad ya de crecimiento acelerado. Dentro de sus canales, permanecen, sin embargo, cosas tontas que, puestos a crecer –como nos toca a todos, menos a uno–, creo que no ayudan. A diferencia del Peter Pan que vimos y vivimos.
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