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Qué raro es todo. El domingo pasado estaba manifestándome en la calle al grito de «Manolo, Manolito, la cena tú solito», y hoy estoy encerrada en casa, mirando por la ventana y recibiendo mensajes de un compañero que me pregunta dónde puede encontrar atún en ... aceite de oliva, que en las tiendas de su barrio ya no queda. Acabáramos. Ni que fuera yo Juan Roig.
Entre la manifestación y la búsqueda del atún, una semana llena de aplazamientos. Lo intocable ha dejado de serlo, todo es susceptible de ser pospuesto. Es la nueva ley de Lavoisier: la materia no se crea ni se destruye, solo se posterga. Llegará verano y celebraremos San Fermín, las Fallas y la Semana Santa al mismo tiempo: los costaleros irán con un pañuelo rojo al cuello, echaremos arroz al paso de las procesiones y terminaremos quemando los tronos, como en «Misión Imposible 2». Que vivimos tiempos confusos ya lo sabíamos. Pero no tanto.
Este aplazamiento de la vida exterior y de las cosas extraordinarias nos permitirá ocuparnos de las cosas ordinarias, de las domésticas, de las tareas de las que escapamos yendo todos los días a trabajar: ordenar los armarios, colgar el cuadro que te regalaron hace tres años, arreglar el enchufe de la cocina. Cuando hayamos terminado con lo ordinario, empezaremos con lo infraordinario: como en un libro de Georges Perec, describiremos los objetos que tenemos sobre la mesa, dibujaremos detalladísimos planos de nuestra casa y haremos una tentativa de inventario de los alimentos líquidos y sólidos que engullimos en el transcurso de la cuarentena. Entonces, y mientras las palomas se adueñan de la calles, nos daremos cuenta de que solo tenemos atún en aceite de girasol. Tener mucha vida interior era esto.
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