¡Atchís!

Más que un constipado, sufro una posesión diabólica: mi voz es más grave que la de Carmen de Mairena, y me salen mocos verdes por todas partes. Debería dejar que fluyeran a su antojo, que arrastraran toda la suciedad, todos los virus, los que me comen el cuerpo y los que me desordenan la cabeza; expulsar las miserias. Pero hay que mantener girando la rueda, así que me hago un exorcismo rápido con el agua bendita del Frenadol, ese medicamento pensado para que sigas funcionando a destajo. Que ya lo advierten en 'Showgirls': «Siempre hay alguien más joven y hambriento bajando la escalera detrás de ti». O dándole a la tecla.

No es agradable. Tampoco lo era de pequeña, pero tenía sus compensaciones: mi madre entraba a mi habitación con un caldo calentito, un cargamento de Mortadelos y un montón de mimos. Años después, a esa felicidad se le añadió otra: ver el programa de Jesús Hermida. Y esa felicidad, ya grande y aumentada, se duplicaba al reparar en que, mientras tus compañeras se aburrían en clase, tú estabas con Hermida. Y te sentías enferma pero contenta, sin un ápice de culpabilidad. Hoy, en cambio, espero con ansia viva a que me haga efecto el Frenadol, como si el mundo fuera a pararse porque yo estoy estornudando. Qué arrogancia la mía. ¡Atchís!