Tengo un constipado sobre el que San Pedro podría edificar su Iglesia; un constipado redondo, tan orgulloso de sí mismo que podría servir de apoyo al mundo, como el culo de Lady Chatterley. Y los estornudos van a juego: he pegado uno de tal calibre ... que me he golpeado la cabeza con la mesa. Ahora, además de mocos, también tengo un chichón en la frente. Las desgracias, que nunca vienen solas.

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Más que un constipado, sufro una posesión diabólica: mi voz es más grave que la de Carmen de Mairena y me salen mocos verdes por (casi) todas partes. Debería dejar que fluyeran a su antojo, que arrastraran toda la suciedad, todos los virus, los que me comen el cuerpo y los que me desordenan la cabeza; expulsar las miserias, vaciarme entera. Pero hay que mantener girando la rueda, así que me hago un exorcismo rápido con el agua bendita del Frenadol, ese medicamento pensado para que sigas funcionando a destajo. Que ya lo advierten en 'Showgirls': «Siempre hay alguien más joven y hambriento bajando la escalera detrás de ti». O dándole a la tecla.

No es agradable. Tampoco lo era de pequeña, pero tenía sus compensaciones: mi madre entraba a mi habitación con un caldo calentito, un cargamento de Mortadelos y un montón de mimos. Años después, a esa felicidad se le añadió otra: ver el programa de Jesús Hermida. Y esa felicidad, ya grande y aumentada, se duplicaba al reparar en que, mientras tus compañeras se aburrían en clase, tú estabas con Hermida y sus chicas. Y te sentías enferma pero contenta, sin un ápice de culpabilidad, sin pensar que todo dependía de ti. Hoy, en cambio, espero con ansia viva a que me haga efecto el Frenadol, como si el mundo fuera a pararse porque yo estoy estornudando. Qué arrogancia la mía. ¡Atchís!

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