El proyecto de ley sobre el futuro del sistema de pensiones, que ayer superó la votación de la enmienda a la totalidad presentada por el PP y secundada por Vox, contempla su actualización según el IPC, transfiere a la fiscalidad general la cobertura de aquellas ... prestaciones que no deriven estrictamente de vínculos laborales, y prima tímidamente la continuidad de la actividad remunerada. El proyecto confía la sostenibilidad del sistema a una economía que aporte cotizaciones en cuantía suficiente para atender a un volumen creciente de pensionistas y pensiones. Quienes votaron en el Congreso a favor de su devolución están convencidos de que el sistema no se sostendrá sin supeditar el aumento de las pensiones a la constatación previa de que el crecimiento económico puede permitírselo. En ese sentido la ley quedará a prueba. Pero las reservas que suscita han de ser expuestas desde el deseo, siquiera formal, de que no se cumplan los peores augurios. La enmienda a la totalidad del PP frente a la recomendaciones del Pacto de Toledo hubiese sido ayer socialmente más comprensible acompañada de la esperanza de que España pueda hacer frente a la indexación de las pensiones. Rechazar tal fórmula cuando el IPC ha subido un 4% resulta cuando menos discutible. La imputación de ciertos costes al erario general permite situar el coste de las prestaciones en el sitio que les corresponde de los Presupuestos. Pero aunque ello aligere las cotizaciones de empresas y trabajadores, pasa a incrementar la carga tributaria de todos los contribuyentes. Ayer el ministro Escrivá situó la acción pública solo como acompañamiento de aquellas personas que decidan prolongar su carrera laboral, más que como estímulo para que cada año aumenten quienes se animen a ello. Como si se echara atrás respecto a sus propias declaraciones. Ciertamente, la ventaja que ofrece la nueva ley –un 4% de alza de la pensión por cada año que se retrase la jubilación– se queda muy por debajo de las motivaciones personales que impulsen a alguien a hacerlo. Con lo que el Gobierno y el arco parlamentario acaban inhibiéndose ante una de las cuestiones que preocupan a buena parte de los españoles, y de las que en parte depende la sostenibilidad del sistema. No sólo por temor a que se convierta en una suerte de mandato moral políticamente incómodo. También porque la política tiene interiorizada la falsa disyuntiva entre la prolongación de la vida laboral y la incorporación de los más jóvenes al mercado laboral.

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