La retirada nocturna de los restos del general Queipo de Llano del lugar preeminente que ocupaban en la basílica de la Macarena de Sevilla, en cumplimiento de lo que dis-pone la Ley de Memoria Histórica, ha venido a reavivar el agrio debate que el ... recuerdo de víctimas y verdugos suscita entre nosotros. Al final, y sin disimularlo mucho, se acaba cayendo siempre en lo mismo: en escatimarles el reconocimiento y la reparación a las víctimas que no se sienten como afines, por la vía de reclamar que a sus verdugos se los deje en paz para no reabrir heridas. Y por otra parte, también hay quien celebra como un gesto de normalidad democrática el desalojo de Queipo y el desagravio a sus víctimas, pero no estaría tan dispuesto a reconocer la dignidad de quienes sucumbieron injustamente por otra mano ni a apear del pedestal heroico a sus correligionarios que se los llevaron por delante.
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Uno desespera ya de que alguna vez asumamos nuestra historia como lo que desdi-chadamente es: una larga ristra de abusos sobre personas que no podían defenderse, consumados por iluminados y ventajistas de toda ideología y condición que no mere-cen homenaje alguno, sin que haya nadie que mereciera por sus ideas o sus acciones que se atropellaran sus derechos.
Sin embargo, y pese a que el empeño parece condenado al fracaso, siempre resulta reconfortante que alguien se tome la molestia de indagar en ese pasado doloroso, no para exaltar o disculpar a ningún matarife pretérito, tampoco para cargar en vano las tintas contra él, sino solo para que no caiga en el olvido el nombre de quienes una y otra vez se vieron arrollados por una historia convulsa, la de un país que tardó dema-siado en ofrecer a sus habitantes un poco de justicia, una mínima igualdad de oportu-nidades y libertad para decidir sobre sus asuntos.
Acaba de publicarse un libro que obedece ejemplarmente a esa obligación cívica. Se titula '14 de abril', lo firma el valenciano Paco Cerdà -autor de otro libro memorable, 'El peón'- y narra hora a hora el día en el que se proclamó la Segunda República. Salen en él los grandes personajes, desde el rey Alfonso XIII hasta Alcalá Zamora, que le su-cedió como jefe del Estado. Pero también los españoles humildes que incluso en esa jornada, que apenas fue cruenta, cayeron abatidos por el fuego que no dejó de hacer-se. Como el encuadernador Emilio Arauzo, el primero de todos, muerto por los dispa-ros de unos guardias civiles en el madrileño Paseo de Recoletos. Cerdà reconstruye quién fue y nos invita así a apiadarnos de su destino. Es lo mínimo que le debemos.
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