Arma arrojadiza
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El ruido por la 'ley Celaá' confirma que los partidos ven en la enseñanza más un campo de batalla ideológico que una cuestión de EstadoLa octava reforma educativa de la democracia, aprobada por un solo voto en el Congreso, nace con el mismo lastre de cuantas le han precedido: la inexplicable falta de un acuerdo entre los grandes partidos como el que requiere un asunto de Estado. Ello condiciona seriamente su futuro no solo porque le priva de la necesaria estabilidad y certidumbre al quedar su desarrollo al albur de eventuales cambios en el signo político del Gobierno. También porque su aplicación corresponde a unas comunidades autónomas en algunos casos enfrentadas abiertamente a una regulación que deja en su ambigüedad márgenes interpretativos, es objeto de una encendida batalla ideológica y lo será de otra judicial. Un escenario nada propicio para afrontar con éxito los problemas pendientes.
La denominada 'ley Celaá' deroga los aspectos más controvertidos de la Lomce. Es de lamentar que la objetiva conveniencia de modificar una norma cuestionada incluso por sectores del PP –el partido que la impulsó– no haya sido aprovechada para propiciar un amplio consenso en torno a un diagnóstico sobre la situación de la enseñanza y las medidas precisas para corregir sus notorias carencias. El hecho de que los principales motivos de discordia no sean de carácter pedagógico, sino ideológicos o de identidad, retrata la profundidad del problema a la vez que dificulta una solución. El sesgo imprimido a la nueva ley alimenta la tradición de que durará lo que lo haga la izquierda en el Gobierno. La decidida apuesta por la escuela pública debería ayudar a satisfacer sus necesidades sin propinar por ello un torpe castigo a la red concertada que ahogue al otro pilar básico del sistema educativo y limite la libertad de elección de los padres. La supresión del castellano como lengua vehicular es una incomprensible cesión al independentismo catalán, aunque con más carga simbólica que efectos prácticos reales. La limitación de las repeticiones de curso al margen del número de suspensos quizás ayude a reducir el fracaso escolar, pero sería un error que condujera a una devaluación del esfuerzo y el mérito. La gestación de la 'ley Celaá' ha vuelto a demostrar que la enseñanza es en nuestro país más un arma arrojadiza en la contienda política que una prioridad merecedora de aparcar las legítimas diferencias partidistas en aras de un bien superior: la calidad en la formación de las nuevas generaciones, de las que depende el progreso del futuro.
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