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Molière los retrató. Con su sátira dio en el clavo. Gente sana que sintomatiza dolencias inexistentes para los análisis, las ecografías o las resonancias. Pero ellos las tienen, las sufren, las padecen.
Todos convivimos cerca de un hipocondríaco. Lo peor, sin embargo, es cuando aquel ... es, además, un egocéntrico. Entonces malvivimos peligrosamente con un cóctel molotov, que un día estalla y te la arma. A modo de desahogo, de terapia, pero ahorrándose el coste de una hora semanal de psicólogo. Personas que solo saben conjugar los verbos en primera persona del singular bordando el modo imperativo. No te escuchan. No te miran. Solo te hablan... de sí mismos. Yo, yo y yo.
No hay que ser muy sagaz para descubrirlos. Ellos se denuncian. A modo de ejemplos: si te han seccionado el cráneo para hacerte una lobotomía, eso no es nada comparado con sus jaquecas; si te han abierto el pecho en canal para repararte el corazón, a dónde vas con esas quejas (él, ella, padecerán en silencio taquicardias); si los cirujanos te han intervenido para salvarte de una cojera, «qué me cuentas tú con lo malas que tengo las rodillas». En definitiva: no hay patología que no te pisen. Sobre todo, porque (su sentencia favorita) «lo tuyo tiene arreglo; lo mío, no».
Toda familia tiene un Argán, el protagonista de la comedia de Molière. Y con él siempre va vinculado el tonto/a que le consiente todo y que le acepta como tal, porque «es así», aunque a uno le cueste una enfermedad.
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