Entre los meses que ha estado enclaustrado por la pandemia y el reuma que le hace chirriar todos los huesos, el yayo Tasio ha dejado medio arrumbada la huerta que aún conserva a las afueras del pueblo. Es prácticamente nada. Apenas unos palmos de tierra ... reseca de las que solo la maña del abuelo y una acequia que discurre cerca logran sacar una docena de tomates o varios manojos de puerros si la helada no lo impide. Lo único que de verdad le mueve a volver allí de vez en cuando es el árbol de kaki que se yergue en una esquina del terruño. Nadie sabe qué hace ahí ni cómo ha podido medrar. El lugar es inhóspito y se desconoce que haya echado raíces una especie tan singular en muchos kilómetros alrededor, así que entre la familia conviven las teorías más racionales con otras apócrifas. Unas sospechan de abejas desnortadas que polinizaron sin criterio y otras, a las que yo me sumo, sostienen que el árbol es en realidad producto de un injerto del propio Tasio. Que en algún momento introdujo una parte de sí mismo en un tallo huérfano y amorfo –una brizna de su piel, la muela que se arrancó en la mili– y el kaki ha brotado de ahí como por ensalmo con una exuberancia insólita. Cada vez que los frutos se tornan naranjas y rezuman olor a dulce me llama para la cosecha. Sabe que yo no sé nada del campo, pero reclama mis brazos largos para trepar a las ramas y recolectar donde nadie llega. Al final del día me regala una barca llena de kakis que nunca como. Ni me seduce el sabor ni me gusta su textura, pero cada año los conservo en almíbar para que Tasio siempre esté conmigo.

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