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El otro día me acordé del ascensor de casa de mis tíos en Burgos que de pequeño me daba miedo, porque era de esos antiguos con reja y siempre hacía unos ruidos rarísimos e impredecibles y parecía que se iba a quedar colgado en cualquier ... momento. A mí me atemorizaba que nos sorprendiera un apagón allí dentro y nos dejara suspendidos en aire, colgados de algún cable herrumbroso de los que pendía esa vieja jaula. Recordé ese miedo infantil porque hace unos días hubo un gran corte de luz en Londres y en todo el sur del Reino Unido y yo pensé, como pienso siempre que hay un apagón, en todas esas personas colgadas en los fríos ascensores de edificios de oficinas y de apartamentos, o en los que estarían atrapados en esos otros grandes como montacargas que hay en los hospitales; qué conversaciones tienen que surgir ahí, suspendidos entre las plantas de digestivo y cardiología.
En España ya no padecemos apagones como los de antes, los que te hacían salir a la escalera para comprobar «si es solo nuestro». A veces, cuando en casa usábamos a la vez el horno y la plancha y el ordenador y el secador de pelo se iba todo a negro con un zumbido menguante como de turbina de avión moribundo. Esa fue la causa del gran apagón de Tokio del 87. Una ola de calor hizo que medio país pusiera a la vez el aire acondicionado. La sobrecarga fue histórica: hubo tres millones de afectados y el corte duró diez días. Cuesta imaginarse hoy un apagón de diez días salvo que uno viva en Venezuela.
Una vez superado lo del ascensor de mis tíos ahora observo los apagones con nostalgia, porque pienso en ese capítulo de 'Friends' en el que un gran corte de luz en Manhattan deja a Chandler encerrado en un cajero junto a una supermodelo. Ahora a falta de apagones a veces se cae Internet y hay pequeños gritos y microinfartos en la Redacción. Como mucho se estropean los semáforos y nos volvemos todos medio idiotas, porque nos quedamos conductores y peatones moviendo la cabeza hacia los lados como patos ante un precipicio. Ya nunca se va la luz, y era mejor cuando se apagaba todo, porque en el fondo había algo reconfortante en que el fallo de una subestación o una sencilla tormenta nos volvieran a recordar nuestro lugar en el mundo.
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