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La gran paradoja de una pandemia de dimensiones descomunales como la que aún sufrimos es que puede enfrentarse en primera instancia con pequeñas acciones. Lavarse las manos, mantener la distancia social o abrir una ventana para airear la casa son parte de la receta más ... simple para ayudar a contener los contagios. La diferencia entre no enfermar ni pasar por la UCI cabe a veces en un modesto bote de gel hidroalcohólico, por más que las autoridades diseñen mil planes de contingencia y llegue la vacuna que está por ver a quién, cómo y cuándo se aplica. También la crisis económica que está generando la sanitaria se contrarresta en alguna medida desde lo particular. Al margen de las innegociables ayudas oficiales a ramos especialmente castigados por restricciones de las que no son culpables, la decisión de compra adquiere ahora mayor trascendencia que nunca. Especialmente en una Navidad como la que está a la vuelta de la esquina, en la que quizás no nos sentemos tantos a una mesa como otros años, pero que volverá a ser un altar del consumismo si algún ERE no lo impide. Que la mirada (y sobre todo el bolsillo) se dirija al comercio local contribuirá a que los estragos de la parálisis lo sean un poco menos en el entorno próximo. Y si ese gesto individual se replica con intensidad y de forma colectiva, hasta quizás se evite sin saberlo el cierre de alguna verja sin mayor esfuerzo que no dar al click desde el ordenador. El antídoto contra la pandemia está en una mascarilla azul, pero también en el tíquet de la tienda del barrio.
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