«No se debe combatir
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a los dictares,
hay que ridiculizarlos»
Bertolt Brecht
El pasado enero se cumplieron ocho años desde el atentado llevado a cabo contra la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo, que segó la vida de once personas, entre ellas cinco ... dibujantes, además de ocasionar heridas de diversa gravedad a otras doce. Desde ese momento, el semanario se ha visto condenado a una vida en las catacumbas, ocultando su sede y sometido a estrictas medidas de seguridad.
A pesar de ello, la revista no ha renunciado nunca a su esencia: la de mantener viva la bandera de la libertad. Esa determinación ha vuelto a afirmarse el pasado 7 de enero con la publicación de un número especial en el que el fanatismo religioso ha vuelto a ser el blanco de sus sátiras.
En él se recogen más de trescientas caricaturas procedentes de todo el mundo centradas en la figura del sátrapa Ali Khamenei, quien ostenta el estrambótico título de Guía Supremo de la República islámica de Irán, ese régimen teocrático que lleva masacrando a su población desde que se inició la llamada «Revolución del velo». De este modo, Charlie Hebdo, ha vuelto a demostrar que la sátira es un lenguaje universal, un idioma construido con los trazos de la libertad para descarnar la tétrica seriedad de los fanáticos.
Según Laurent Sorisseau, más conocido como Riss, uno de los dibujantes heridos en el atentado, autor de la portada y el editorial del número extra dedicado al pueblo de Irán, este es el mejor homenaje a sus compañeros asesinados, no solo porque continúa su lucha, sino también porque denuncia el hecho de que la sinrazón, la intolerancia y la barbarie siguen más vivas que nunca en nuestro mundo actual.
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En este mundo oscuro en el que cualquiera queda bajo el hechizo de las más delirantes teorías conspirativas siguiendo a cualquier iluminado que le prometa el paraíso, la sátira puede ser, como lo ha sido a lo largo de la historia, uno de los antídotos más eficaces contra la intolerancia. Cada chiste, como afirmaba George Orwell, supone una pequeña revolución, una caja de dinamita colocada a los pies de los tiranos.
No hay edificio dictatorial que resista la corrosión libérrima de la burla. Por eso los dictadores suelen ser gente tan solemne, adustos como polvorientas momias. Les cuesta tanto digerir un chiste como una derrota y de ahí que odien el humor. Según Rudolph Herzog, en los cabarets de Berlín, durante la llegada de los nazis al poder, cuando alguien preguntaba cuáles eran los nuevos chistes, siempre obtenía la misma respuesta: siete años en Dachau.
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Y es que la risa y la carcajada son materiales altamente inflamables, poseen la virtud de subvertir momentáneamente la realidad, convirtiéndose no solo en una válvula de escape, sino también en el último refugio de una protesta social sojuzgada.
La gran virtud de la ironía, del sarcasmo, de la burla vitriólica es la de desenmascarar las apariencias. Arrancar la máscara prepotente de los aprendices de tirano y revelar su mediocridad insensible, su naturaleza de hombrecillos ridículos, ególatras acomplejados y voraces, prisioneros de sus delirios.
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Durante siglos, a lo largo y ancho del mundo, se repita constantemente la temática de un dictador ante un espejo en el que solo es capaz de ver la muerte, la suya propia y la causada por su estúpido narcisismo.
Es cierto que la sátira es a menudo cruel, devastadora, hiriente, grosera y que recurre a estereotipos para difundir su mensaje, pero esto se debe a la necesidad de explicar con muy pocos trazos algo que debe entenderse con facilidad, al primer vistazo, y por gentes muy diversas. Una gran tradición universal del humor.
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Así lo explicó en un magnífico ensayo Víctor S. Navasky, editor durante años de New York Times Magazine y de The Nation, al relatar la gran controversia provocada en torno a su decisión de publicar una caricatura de David Levine en la que Henry Kissinger era retratado beneficiándose a un planeta con forma de mujer bajo una bandera norteamericana.
El lenguaje directo de Levine alimentó una encendida discusión. Había quienes la tildaban de machista, quienes subrayaban su estereotipada tosquedad y quienes calificaron sin ambages su trabajo como un ataque directo a la esencia de la nación.
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No obstante, Navasky optó por su publicación definiéndose a sí mismo como un «absolutista» de la libertad de expresión. Hoy sabemos que acertó, no solo desde el punto de vista del éxito editorial, sino también de quienes saben que la salud de una democracia se demuestra en su capacidad para encajar las críticas y la burla.
Vivimos hoy tiempos sombríos en los que son demasiados los aprendices de inquisidores. Dictadorzuelos de segunda división dispuestos a poner en la picota a quienes osen mancillar su derecho a ofenderse por todo. Un ejército bobalicón de quisquillosos aprendices de censor. Practicantes de la denuncia como deporte llevan dentro de sí el alma de las dictaduras. No les dejemos amargarnos, no les cedamos el derecho a gobernar nuestras almas. Sigamos riéndonos. Inmunicémonos contra el fanatismo, esa eterna pandemia contra la que siguen luchando los dibujantes de Charlie Hebdo.
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