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Se viene alertando estos días en prensa que el cine, lo de la sala con espectadores dentro y una película proyectada sobre una pantalla, se juega su ser o no ser de aquí a las Navidades, Navidades incluidas. Y eso es así.
Especialmente en España. ... No solo en España, claro, se presenta por delante un momento crítico para la morfología y usos del espectáculo cinematográfico, o lo que queda de él, en medio de la colada audiovisual.
Durante la pandemia, el apagón ha sido global: revísese el estado del parque de salas mundiales, la bandeja de espera de estrenos (ha dado tiempo incluso a que James Bond envejezca año y medio), la exigua taquilla y el repliegue de los espectadores a los cuarteles de invierno, al calor de las series, protegidos por la asepsia de las plataformas. Y no cabe duda que la caja en que consisten las salas de los multiplex actuales han provocado, también globalmente, una resistencia al encierro en su interior, frente, por ejemplo, a los teatros, en cuyo espacio más holgado los espectadores han tardado menos, nada, en volver a ingresar, agotando los aforos permitidos. Es curioso que el cine, con la plaga, ha reeditado atávicos temores asociados al origen del invento, cuando a los primeros cinematógrafos se les acusaba de ser locales donde se pillaban todo tipo de miasmas en suspensión, se perdía la vista y provocaba lesiones en el corazón. Además de ser una escuela de malas costumbres. Pero, por añadidura a la catástrofe general, no cabe duda que la supervivencia del cine, de los cines, reviste en España características particulares, y un cuadro de males acumulados. Y de pésimas costumbres. Endémicas igualmente. Sobre todo desde hace unos años. Porque la del COVID ha sido la segunda gran pandemia que ha sufrido la exhibición cinematográfica en España. Lo que pasa es que un clavo saca otro clavo y hemos perdido perspectiva. Si al final –no lo quiera el espíritu de la Navidad, tan aficionado al cine– la actual pandemia acaba echando aquí el cerrojo a un porcentaje vital de salas será porque no ha hecho más que rematar lo que inició una anterior, declarada, y con virulencia, en la primera década de este siglo: la piratería, la piratería audiovisual, de la que nunca hubo un regreso total a la vieja normalidad, produciendo efectos secundarios crónicos (la persistencia en su práctica, algo que la pandemia ha agudizado, y la no caducidad de algunas de sus excusas más pertinaces e injustificables, negacionistas del valor industrial y moral de las obras cinematográficas); pandemia para la que no solo no hubo antídoto o vacuna, sino que, muy al contrario, se alentaron desde tribunas, influencers de por entonces y algunos medios, falacias y mentiras inspiradas por el interés concreto, la ignorancia sangrante y un desprecio, sí, eso, endémico, a la creación y a los creadores. Pues de aquel fiestón, de aquel top manta universal, que sacaba a las calles principales el cine robado (a veces pésimamente robado, en copias invisibles), y del alegre subir y bajar películas, alardeando de las piezas obtenidas y de las mañas para hacerlo; de todo aquella apología y práctica de la usurpación de contenidos, inoculada –y esto fue clave a cualquier plazo– en la mentalidad de las que entonces eran las futuras generaciones de espectadores, la idea de que las películas –a diferencia de cualquier otro objeto de consumo– debía ser gratis, y sus autores, algo a despreciar, si no unos incómodos pedigüeños; de aquella sensibilísima saca de espectadores españoles de las salas de cine españolas –saca muy superior a la vivida en otros países vecinos (nadie se libró), ahora mismo, y por eso, en riesgo menor de vaciado total–; de aquella pandemia, en fin, de efectos económicos, estructurales y culturales, y con la que la exhibición ha seguido 'conviviendo' desde aquellos días, no nos habíamos recuperado; dejándonos en inferioridad de condiciones y extremadamente frágiles a la hora de afrontar un segundo abordaje viral.
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