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El cine es la gran placa. Y Pedro Almodóvar, en su Dolor y Gloria -título y diagnóstico- ha positivado la suya. Tan expuesto como el Bergman de Persona, como el Fellini de 8 y medio o como el Zulueta de ... Arrebato. Y la desglosa y la describe al igual que Joe Gillis, el narrador muerto de Sunset Boulevard, contaba la película desde el fondo de la piscina, desde donde cubre. Lo que no deja de tener su punto de comedia.
En una placa te sale todo: los órganos afectados por el dolor o por la gloria; las sombras que se aprecian de comedia o de tragedia, las marcas que deja el deseo. Hay, de entrada, en la película una pieza de viaje alucinante, en la que el narrador, Salvador Mallo, nos hace viajar a través de un historial médico vertiginoso. Es el primero de los mapas del dolor que Almodóvar despliega. Un mapa que es como un estudio trazado por un Leonardo Da Vinci digital. Pero éste solo será el esqueleto que luego habrá de encarnarse. Para alumbrar otras regiones de la misma cartografía interna.
Por ejemplo: las texturas, los cuadros, formados por el dibujo de la cicatriz de una operación sobre el esternón, por el polvo machacado de las pastillas de la medicación, por la heroína arcillosa de los 'chinos', por los azulejos de la cueva de Paterna, o por el translux de la radiografía de un pulmón. La radiografía en la que la película se irá trasluciendo, iluminando, muestra un cóctel del restos en el alma: sedimentos de películas, propias y extrañas, de lecturas, de adicciones, de Chavela, de ausencias, de sabores, de movidas, de Pérez Villalta, de traiciones, de catálogos, de fantasmas, de guiones y de rostros. De rostros: el de Antonio Banderas. Y no solo su rostro, también prodigiosos gestos o acciones: su genuflexión ante el altar del dormitorio, la lentitud y miedo con la que entra y sale de los taxis -su lentitud general, de 'chino', de anestesia-, el semitono de su voz. Es un mapa, Mallo. Cada rostro en, sobre, la superficie de la película, está traído, revelado, contactado por José Luis Alcaine, como pocas veces se ha visto en el cine. La radiografía alcanza a localizar el huevo original de la infancia, el de madera, el de zurcir los calcetines, la pieza perfecta; lo que la bola de nieve para aquel niño Kane al que le arrancaron de su madre. Y a captar el resplandor que el agua y la luz del principio emiten aún desde algún lago de las cavidades interiores. El cartel de Dolor y Gloria -muy distinto al de las otras veinte de Almódovar- ya avanza la gráfica en la que se despieza su protagonista, en cuerpo y alma. En torno al título, se distribuye un puzzle de lóbulos en los que se inscriben las figuras que sumadas arrojan Salvador Mallo. Su 'organigrama'. Y si todos los órganos resultan vitales para mantener la intensidad clásica de este melodrama (con algún conato de comedia, pero sin que suponga contraindicación alguna) bombean con una fuerza fuera de lo común Asier Etxeandia y Leonardo Sbaraglia. Por un lado, facetas del propio Salvador Mallo, añicos de su espejo. Y a la vez otros seres, que como los fantasmas, andan entre transparentarse y materializarse. Entre volver e irse definitivamente. Los dos se hacen cargo de dos secuencias para los restos. El primero de un solo a tumba abierta. Y el segundo de una de las secuencias de amor más hermosas que yo recuerde. Las dos secuencias hay que verlas para creerlas.
El 'alma', en fin, decíamos, cuyo negativo daríamos -si fuera posible localizarla y extraerla- a una Filmoteca, para que la restaurara y la reestrenara, como el negativo de Sabor, como el sabor. Cuando concluyó la película -si es concluir lo que se revela en su últimos segundos, pues más bien puede ser todo lo contrario, volver a tirarse a la piscina- me sentí espirando, hondo y lento. Y echando hacia atrás las dos horas y volviendo a ver pasar Dolor y Gloriadentro de mis ojos, en un instante, como sucede al final, no sé si de la vida, pero sí de las películas, o de tu vida delante de ellas, me di cuenta que durante todo ese tiempo anterior, las dos horas, quizá había contenido la respiración. Como cuando te hacen una placa de tórax y el radiólogo o la radióloga te dice que por favor no inhales durante la prueba. O como cuando estás debajo del agua, en una zona profunda, amniótica, sin respirar. De niño o ahora. Casi en apnea. Y así me debió pasar, o traspasar; porque rebasando los 50, la pantalla también te radiografía a ti, espectador paciente. Y se te pone 'cara de narrador'.
Y luego está Julieta Serrano, madre mía. O suya. Casi es lo de menos que, además, sea Dolor y Gloria una obra maestra del cine. Del cine en persona.
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