Durante muchos años, en mi casa de la playa sólo hubo un libro. Echaba mano de él cuando me terminaba todos los que me había llevado para afrontar el verano, que por aquel entonces las vacaciones duraban tres meses (no como ahora, que duran el ... tiempo justo entre que recibes el último correo electrónico y te llega el siguiente) y no había suficientes novelas en el mundo para sobrellevar las tardes de siesta impuesta y las noches de aburrimiento.

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'Los gozos y las sombras', de Torrente Ballester, fue mi primer amor de verano. De hecho, fue el único que me duró, porque los libros tienen más paciencia que los novios: los novios de verano nunca me esperaron. Ni siquiera volvieron. Pero él sí; él seguía allí, único habitante de la librería junto con un juguete olvidado de mi hermano, unos platos de cerámica de Talavera y un llavero de publicidad de Toldos Maribel. Me gustaba tanto el libro que siempre pensaba en llevármelo a casa cuando acababan las vacaciones pero, al final, me arrepentía y lo dejaba en la playa. Prefería pensar que Clara Aldán, y Carlos Deza, y La Galana, y Juan Aldán y su poema cosmogónico seguirían allí, esperándome otro año más.

Pero un septiembre recién comenzado lo eché en la maleta, envuelto en una camiseta. No estaba dispuesta a aguantar un curso entero para volver a disfrutar del libro, y me lo llevé. Ese invierno aún lo leí un par de veces más, entre controles de cálculo y trabajos de sociales. Hasta que un día, el libro desapareció. Lo busqué por toda la casa, pero no lo encontré. Y no lo volví a ver. Entonces comprendí que los amores de verano no se pueden alargar, que caducan como un yogur desnatado, que se terminan cuando llegan la lluvia, y el frío, y los calcetines largos. Y que no hay que pedirles más de lo que pueden dar.

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