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A propósito del dichoso 8-M, evitaré pringarme en el enfangado debate de que si el gobierno permitió las manifas a pesar de conocer el riesgo de contagio, como apunta una investigación judicial encargada a una guardia civil dirigida, claro, por mandos filogolpistas, y demás ... lances de este campeonato de lucha libre en barro, o mejor en estiércol, en que se ha convertido la política española en pleno desmontaje de la separación de joderes. Atendiendo más al fondo de la jornada reivindicativa mujeril que a su posible relación con la pandemia, diré que tras siete años de internado, seis de carrera, cuarenta y dos de traumatólogo y dos de jubilado, si existieran la reencarnación o el túnel del tiempo y tuviera que empezar una nueva vida elegiría ser amo de casa. Pero no como las insatisfechas de tal condición que reivindican su «realización», entendida como liberarse de la sumisión doméstica trabajando fuera de casa en las mismas condiciones que el varón. Para nada.
Yo me quedaría encantado por las mañanas en casita, haciendo mi trabajo sin presiones, horarios ni desplazamientos, sin jefes ni presuntos equipos y sobre todo sin soportar la losa aplastante de una responsabilidad profesional estresante y quitasueños. Escucharía mi música redentora, curraría a mi modo y ritmo y como madrugo como las gallinas tendría tiempo para dar un paseíto o tomar un cafelito con otros liberados de la servidumbre asalariada después de comprar o antes de recoger del cole a los niños –de tenerlos– y si me sintiera solo, que no creo, pondría la radio o departiría con la mascota –de tenerla– o con Alexa. En caso de pandemia no me machacarían con el quédate en casa y si cerraran el colegio disfrutaría educando a mis hijos, que en nada crecen y se marchan. Es la ventaja de las segundas vidas, que naces más sabido que Lepe, obispo que fue de Calahorra y La Calzada. Y sería, además, un precursor del teletrabajo, como llaman ahora a currar en casa. Por supuesto, dependería económicamente de mi señora –de tenerla– sin importarme si mi brecha de género supera a la del Gran Cañón y, como el amo de casa no se jubila nunca, no aspiraría a otra pensión que la de mi probable viudedad. Eso sí, cari, la arruga es bella y a mí me pones rumba, robot friegasuelos, secadora, cafetera superautomática, combi dispensador y thermomix, me das una tarjeta de crédito y no me cuentes penas si quieres encontrarte el piso en orden y sin polvo (del de quitar), el camisón limpito y la mesa puesta cuando regreses al hogar derrengada y despotricando de tanto realizarte.
Me da igual que tilden mi plan de paramachismo, contrafeminismo u ocurrencia de género. Como bien saben los acaparadores de papel cular al inicio del confinamiento, el miedo es libre. Pues la fantasía, también. De tenerla.
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