Una empresa dedicada a la conversión de películas en formato 8 mm y Súper 8 a digital ha instalado una sede en Logroño. De película-película; es decir: cintas de triacetato. Un género matérico, táctil, que ha sido preservado como parte del álbum familiar en ' ... voltios' improvisados en viejos latones de cola-cao, de los que luego servían para costureros, o en cajas de zapatos, habitual caja fuerte de las fotografías. 'Voltio': preciosa adaptación eléctrica del término inglés vault: bodega, cámara acorazada, sótano. Incluso panteón familiar. En el mundo archivístico del cine se llama vault al búnquer, al cementerio –que dirían los bodegueros– donde se conservan las latas de películas, aguardando un más allá tecnológico. El voltio es un panteón y las películas antiguas, los 8 entre ellas –legado de abuelos y padres, dicen los creadores de la empresa– una secuencia de postrimerías que, con el paso de los años (que no ya el de su manivela, interrumpido en unas vacaciones o en la comunión de la mayor), destiñe su color al violeta y acelera su velocidad al modo del cine cómico o la ralentiza como en los sueños. Los 8 atesoran un material que ha evolucionado orgánica y estéticamente de una manera autónoma y encriptada. La empresa es joven, de una edad 4k, o por ahí. Pero van a ver cómo llega hasta sus ordenadores de última generación toda una segunda historia del cine, que no sólo busca restaurar su piel sino traer a un presente virtual y al almacén de un disco externo, un volumen de información, un big data doméstico, mucho más grande y revelador que el filmado en formatos superiores, los industriales: el 35 milímetros, que es el estándar de la ficción. Un inventario de seres, objetos e instantes que sólo un gesto amateur (lo que ya supone un acto de amor) –hablo de un ojo de paso estrecho, reducido, a medida de lo casero de los acontecimientos humanos– puede interesarse en captar. Porque la vida es en 8 mm. O como mucho en Súper 8. No hay mucha diferencia entre ambos, por cierto. Cuando en casa ponías el proyector y le dabas al conmutador del 8 o al del Súper 8, dependiendo como viniera marcado en la cajita de la película, se veía más o menos igual, un poco más grande el cuadro, tampoco mucho. Digamos que nuestras vidas, nuestras historias, has oscilado, oscilan, entre el 8 y el Súper 8. La mayor parte de nuestro tiempo estamos en el 8, con aspiraciones a remontar hasta el Súper 8. Kodak inventó el 8 en los años treinta del siglo XX. Pensando en convertir al espectador común en cameraman. Y a sus familiares o amigos en estrellas. Y a sus viajes o celebraciones en la mayor aventura. Y su salón de estar en un cinematógrafo. Los papeles del espectáculo del cine cambiaban. Y quedaban en tu mano. Los formatos son, además de una opción técnica, una opción poética. Y milimétrica: que es en lo que podemos medir nuestros avances, y el tamaño del plano que ocupamos. El formato es el mensaje, se podría afirmar, parafraseando a McLuhan. En la escala de formatos en milímetros que el cine ha ofertado, desde el 8 hasta el 70 (el máximo, sólo al alcance de una épica por encima de nuestras posibilidades), pasando por el 9'5, el 16 o el 35, subyacen formas distintas de ver y recordar. A la acción de pasar de un formato pequeño a uno más grande se le conocía por 'hinchar' o 'inflar'. Resultaba muy artificial y siempre sufría la totalidad del cuadro. Algo se quedaba fuera o desfiguraba su textura original. Nada más parecido a cuando pretendemos agrandar de formato alguna de nuestras palabras, actos o ideas, que realmente tienen el tamaño de un 8. O alterar su cadencia original, que era de 18 fotogramas por segundo, no de 24, al que rula la ficción mayor. En el 8, o su repunte el Súper 8, nos ha cabido de todo: excursiones, piscinas, bodegas, fiestas, visitas, tiempos muertos y hasta pinitos argumentales. Y sobre todo rostros que, al cambio del tiempo y de lo sucedido, duele mucho ver tan redivivos y actuales, en su reencarnación digital. Es la caja amarilla de nuestra memoria, la del Kodachrome. Tengo delante, en una estantería de mi casa, dos cajas, de mi padre. Una permanece sin abrir y la otra contiene un rollo filmado pero nunca positivado. En esa brecha, en ese vacío, también hay una parte de la película.

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