Escribía el martes Alba Carballal en esta misma página que «de alguna manera tendremos que contribuir los plumillas y juntaletras, desde un oficio que parece prescindible en tiempos de emergencia, pero que se vuelve importante en un contexto que implica aislamiento y horas muertas, para ... que la cuarentena les resulte a nuestros lectores un poco más llevadera». Voy a tener que repetirme esta frase como un mantra porque, en realidad, me siento una inútil. En estos momentos en los que se necesitan tantas manos, sólo sé utilizarlas para aplaudir. Para nada más. Por no saber, no sé ni hacer una mascarilla, a pesar de que la monja de pretecnología se pasara un curso entero intentando conseguir que aprendiéramos a coser. Excuso decir que no lo logró: sigo haciendo el dobladillo de los pantalones con cinta adhesiva. Y eso, en el mejor de los casos.

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Es curioso que, al final, lo que más se necesite sea lo más básico, lo que tenía mi abuela en su costurero: un retal de tela, aguja e hilo. Convencidos como estábamos de que éramos los jefes de todo esto porque podíamos llevar en un bolsillo toda la información del mundo, nos hemos olvidado de lo elemental. Y lo elemental ha vuelto para reclamar su sitio, para reivindicarse. Las mascarillas, hechas a mano por ejércitos invisibles, se han convertido en piezas de alta costura, tan cotizadas como una creación de Maison Margiela. Como los abrazos, que creímos que podían ser sustituidos por las conversaciones de wasap. Como los besos, que acabamos reemplazando por emoticonos. Como salir a la calle por el mero placer de hacerlo. Ya nadie te pregunta adónde vas. Y, si lo hacen, sólo puedes contestar que vas a escribir una columna que no sabes si servirá para algo.

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