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Un amigo, experto filólogo y catedrático de universidad, me relataba el asombro que le produjo la respuesta de una joven, a la que corregía el ... incorrecto uso que hacía de la lengua española. Dicha respuesta fue: «¡Tú qué sabrás! Yo tengo más de diez mil seguidores en las redes sociales, ¿cuántos tienes tú?». Recuerdo que mi comentario a su asombro fue: «Bienvenido al futuro». Porque lamentablemente ese es el futuro. Bueno, lo de lamentable requiere una matización: es lamentable para mí y supongo que también para muchos de mi generación que hemos crecido en el respeto a la sabiduría, en la valoración del conocimiento y en la admiración de la erudición, fruto del trabajo y del esfuerzo, o de la superior inteligencia, pero quizá no sea tan lamentable para las nuevas generaciones, que no valoran el conocimiento de todo aquello que se pueda buscar en el móvil, o encontrar ya resuelto, y en las que la mayor aspiración suele ser convertirse en influencer, youtuber u otros ... «er»; y que no ven ningún demérito en perpetrar atracos al idioma o en cometer flagrantes faltas de ortografía.
Sabemos que no se puede generalizar y que en la juventud, como en botica, hay de todo, pero mentiría si no dijera que siento cierta alarma ante el rumbo que está tomando ese mundo de las redes sociales, que es el presente y, tal vez, el futuro.
Cuando en una actividad artística se roza la perfección, suelen surgir vanguardias que, incapaces de emular a los maestros, proclaman una nueva visión de su arte, aunque no renieguen, o sí, de los artistas expertos. Lo que ahora me llama la atención es que este tipo de movimientos no tienen reparo en proclamar que lo hacen desde el desconocimiento. Son tan atrevidos que escriben sin haber leído, aconsejan sin saber y, ahí está lo grave, no son conscientes de su mediocridad.
Entre los grupos de escritores, de variado pelaje, que proliferan por las redes –también los hay serios, aunque cada vez es más difícil reconocerlos– me llamó mucho la atención uno de poetas, objetivamente y según el canon académico bastante malos, que declaraban poesía excelsa al vulgar sentimentalismo que ellos escribían, atreviéndose a descalificar los rigurosos versos de algunos maestros. Malos poetas ha habido siempre –como el riojano Buscarini, aunque haya calles que lleven su nombre, cuyo único mérito, según mi entender, fue codearse, en la vida bohemia de entonces, con algunos escritores conocidos a quienes daba sablazos–, pero nunca se habían atrevido a equipararse a los grandes. Como aquel que fue a un editor con su libro y, al preguntarle por sus referentes, contestó: «No, yo no he leído a nadie, pero tengo veinte mil seguidores».
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