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Rita Moreno (desde lo alto de su peluca, 89 años nos contemplan) entra en el plató del programa de Stephen Colbert al son de un ritmo sabrosón. Qué tipaza y qué tipazo. Se mueve como una chiquilla. Bueno, como una chiquilla fabulosa, que no he ... tenido yo ese cuerpo ni a los catorce años. Ni ese salero. Ni esa alegría de vivir.
Es ver a Rita y envidiarla. Como envidio a las cuatro parejas que nos encontramos en un restaurante comiendo a nuestro lado, distancia mediante: ellos en una mesa, ellas en otra. Entre todos suman más años que las pirámides de Egipto. Devoran los postres y piden unos gin-tonics. «Estamos celebrando que hemos sobrevivido», me dice una setentona larga levantando la copa. Otra, más mayor aún, se da la vuelta en la silla para dirigirse a mí: «¿Quieres que te cuente un dicho? Escucha: A las tres de la mañana / según reza la costumbre / hay más pollas en los coños / que pucheros en la lumbre». Yo simulo que me escandalizo, y ella lanza una risa traviesa de cría pequeña que ha dicho una palabrota muy gorda.
Celebran que están vivos. Y eso debería alcanzar pero, a veces, no es bastante. Estar vivo es suficiente cuando estás bien. O medio bien. No lo es si estás sumido en la pena, en la soledad no elegida, en la enfermedad implacable; si sufres la desmemoria propia o el olvido de los tuyos; si no tienes ratos de luz ni de alegría. Por eso son tan extraordinarias las viejas luminosas, las que conservan cierta ligereza a pesar de llevar encima todo el peso de la vida, las que dicen pillerías, las que tienen la cara arrugada pero el corazón tan terso como un pañuelo recién planchado. «Nadie es serio a los diecisiete años», sentenció Rimbaud. Nadie debería ser serio a los ochenta.
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