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Cuando desembarcan un muerto, todos los muelles son el mismo: un inmenso cementerio. Recuerdo el primero que vi siendo un pibe en el fondo de la zodiac en el muelle de San Sebastián, malcubierto por un plástico y comido por los peces. Luego vinieron otros ... muertos, los ahogados por un traspiés en un hoyo en la playa o los inmigrantes del Estrecho que alcanzaban la costa en perfectas bolsas blancas y descansaban alineados sobre los espigones tan rectos, tan duros, y tan quietos.
El ahogado es siempre un muerto cercano, un muerto que nunca más se puede olvidar, pues está hecho de soledad y de desesperación. Cada vez que uno se baña, el agua en la que el muerto se ahogó lo pone en contacto con él y con su lamento, y ya el resto de la vida se pasa uno con aquel muerto hablándole y diciéndole cosas en palabras que nadie oye, que nadie entiende, frases que dice y no sale la voz porque todo son cangrejos en la oscuridad. Mi amigo Agustín Fernández Maldonado de Barbate quería inventar un chaleco salvavidas con GPS para que no se perdieran los náufragos porque su primo ahogado le hablaba en sueños y le decía dónde estaba en la mar para que fuera a buscarlo, pero Agustín no le entendía. Fuimos a probar el prototipo con Antonio Vázquez el fotógrafo, Paco el Botero que ya murió, el pobre, y su otro primo, un pescador apodado El Rascacio al que creo que cogió la Guardia Civil con la barquita cargada de chocolate como la burra del villancico. Pero esa es otra historia.
Ningún suceso modifica al hombre como el naufragio, porque está hecho de las medidas macabras del aire que le queda uno en los pulmones, de lo que pesa la ropa de abrigo o del tiempo que aguanta un cuerpo en el agua congelada. Ayer mismo midieron dos grados bajo cero en el mar del muelle de Hopedale, en Terranova, la maldita sopa de icebergs donde un golpe de mar se comió el 'Villa de Pitanxo' con 24 almas a bordo: diez encontrados muertos, tres supervivientes y el resto veremos a ver.
Y los muertos del 'Nuevo Pepita Aurora' que volcó en 2007 en el Estrecho volviendo de Larache en un temporal de levante tan duro que las patrulleras de la Guardia Civil traían a tierra las bolsas de cadáveres y las lunas rotas. Digo que cada ahogado es un cálculo que todo lo ocupa y lo destruye. Cálculo de la paga del armador, de los días que le quedaban para volver, de las mareas antes de la jubilación, de la decisión del patrón de cruzar la tormenta y del tiempo que puede vivir un hombre gracias la cantidad de aire que quedaba atrapado bajo el casco cuando la embarcación queda boca abajo. Mapas de salvamento, papeleos y nanas grabadas en los teléfonos de las viudas de Barbate para ponérselas al bebé. Recuerdo hoy a esas mujeres mientras se hacían a la idea arañándose la cara, arrancándose el pelo a mechones y llenándose los párpados de los ojos con la tierra de los tiestos y las cenizas de los ceniceros de la lonja del muelle, maldiciendo entre gritos a la Virgen del Carmen a la que hoy rezamos por las almas de los ahogados.
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