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Hay quien dice que los amigos son esa otra familia que uno elige. Yo no estoy tan seguro de eso: uno va viviendo y de repente por el camino se encuentra a otras personas que simplemente aparecen. No se eligen, pero de pronto algo surge, ... un nosequé que se alimenta después de borracheras, peleas, lágrimas y ridículos compartidos. Y al final, si uno tiene suerte, llega a la edad de las canas con un puñadito de gente a la que puede llamar amigo, y que es copropietaria de alguno de los mejores momentos de su vida. Unos pocos, no muchos. Pero suficientes para recordar de vez en cuando que esto merece la pena. Y que uno tiene, ahí fuera, unos cuantos incondicionales.
Lo malo es que, como pasa con la familia, cuando uno de esos amigos se va no hay repuesto. Sólo deja el agujero, y entonces uno se sorprende, joder, porque el agujero es más grande de lo que pensaba. Y porque resulta que las cosas que nunca se dijeron ya no se podrán decir.
No te llamé en tu último cumpleaños. No conseguimos liberar un día a la vez, el último verano, para que te vinieras a casa a ver a los críos. Y nunca te dije, a ti que siempre estabas dispuesto a echar una mano en lo que fuera, que sin saberlo probablemente me habías ayudado en lo principal. En ser mejor por tu culpa, por ser quien eras sin aspavientos ni cobardías.
Y ahora esas cosas nunca serán dichas más que en una estúpida columna que ya no leerás.
Hasta la vista, Miguel. Que haya un cielo que te merezca.
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