Aunque me vaya lejos, no voy a prometerles que estaré aquí mismo mientras señalo su frente, porque ni yo soy un extraterrestre ni ustedes son niños solitarios. Tampoco pretendo ponerme intensa y decirles que sólo la muerte impedirá que les escriba: el púrpura nunca fue ... mi color favorito, y tampoco es hora de morir ni todas las lágrimas se diluyen en la lluvia, por mucho que Roy Batty —o Iván Ferreiro— piensen otra cosa. Podría abrazarlos uno por uno en el centro de Tokio y susurrarles algo al oído antes de echar a andar en una dirección opuesta a la suya, pero el melodrama no es mi estilo. La verdad es que prefiero sentarme en un tren que me lleve a otro lugar y dejar, como Julie Delpy en 'Antes del amanecer', que los escenarios que se sucedan a través del cristal me recuerden —como si fueran los besos rescatados por Alfredo en 'Cinema Paradiso'— todos los caminos que transitamos juntos.

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Esta es mi última columa y se me ocurren mil maneras de despedirme: oh capitanes, mis capitanes; adiós, vaqueros; a más ver, mis valientes hobbits; sayonara, babies; mañana será otro día; que la fuerza les acompañe; francamente, queridos, me importa un bledo. Aunque ninguna termina de funcionar, sí hay algunas escenas que quisiera mentar en este último día del año, que para mí es, además, el final de una etapa. Me voy consciente, como Dorothy, de que se está mejor en casa que en ningún sitio; y este espacio compartido ha sido a la vez hogar y refugio. Presiento, como Rick Blaine, que este adiós es el comienzo de una hermosa amistad. Por último, dejen que les recuerde una idea, bella y revolucionaria, que Woody Allen puso en los labios de una muchacha de 17 años: no todo el mundo se corrompe.

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