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Que acabaríamos tarareando la canción que representa a Suiza en Eurovisión en lugar de la de Blas Cantó no lo vimos venir. Que Rocío Carrasco iba a hablar después de tantos años de silencio, tampoco. Pero, una vez puestos sobre aviso, la única certeza que ... teníamos es que Telecinco iba a desplegar todo su poderío para ofrecer el testimonio de la hija de Rocío Jurado. Y también que lo haría con el mejor uso posible de la puesta en escena y de los silencios, que para eso son los reyes indiscutibles de este negociado. Así que ahí estábamos, convirtiendo en sábado un domingo por la noche, con el móvil en mano y el culo en el sofá esperando a que Rocío Carrasco abriera la boca. Y la abrió. Y cerró las nuestras. Por un rato, claro: pasada la estupefacción inicial, el respetable (políticos incluidos) comenzó a pronunciarse hasta que se dio cuenta de la hora que era, que la empatía se termina en cuanto nos toca levantarnos temprano y que es muy difícil pertenecer a la vez a la España que madruga y a la que trasnocha.
Pero las ojeras merecieron la pena: si convertir la tragedia en espectáculo es marca de la casa, ver a los que la acusaban de ser una mala madre haciendo acto de contrición ya es de nota. «He contribuido», dijo Belén Esteban. «Yo también», reconoció Jorge Javier. Solo faltaba la chinchilla que tiene María Patiño por mascota dándose golpes de pecho, los mismos que engrasarán la máquina para que continúe funcionando, que aquí no se desaprovecha nada y que de los restos de un cocido hacen arroz, ropa vieja y canelones: la docuserie, más larga que una película de Lav Díaz, seguirá dando de comer a una audiencia hambrienta durante varias semanas. Aunque haya que tomarse un antiácido.
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