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Ha llegado septiembre, y con él la reincorporación a la rutina de vida habitual tras el ritmo que comporta el letargo veraniego; es hora de reactivar las cuestiones pendientes y atender otras que han ido larvándose a lo largo de estos meses.
Entre estas cuestiones, ... las vivencias a pie de calle y las recogidas en los medios de comunicación, conducen a reflexionar sobre las consecuencias de uno de los fenómenos sociales de nuestra época: el turismo y su necesaria regulación. Las opiniones son encontradas. Por una parte, nadie niega los beneficios económicos que puede reportar el fenómeno: creación de empleos e impulso económico, los efectos en la puesta en valor y cuidado o trasformación de playas, parajes, ciudades y pueblos otrora en decadencia o reservados a los autóctonos, así como los logros culturales de visitar monumentos, museos y festivales, etc. Pero, por otra parte, cada vez son más numerosas las reacciones contra los efectos de la masificación turística en ciudades y destinos, fruto de la democratización del fenómeno que ha abierto a la clase media y popular el acceso a esos lugares, a veces remotos.
Parece que, actualmente, los efectos de este derecho y accesibilidad al viaje sea víctima del éxito que tiene. Las cifras son prueba por sí mismas de lo que se califica como «sobreturismo». Ciudades como Girona, Madrid o Barcelona amanecen llenas de carteles en los que los vecinos se quejan de los excesos que produce la ocupación de pisos turísticos (durante todo el año pero especialmente en el período estival) y su efecto sobre la vida del barrio, desde conductas poco cívicas hasta la explotación y comercio de las viviendas en detrimento de los vecinos. Museos como el del Louvre soportan la visita de más de 10 millones de visitantes anuales, la Muralla china unos 10 millones, las cataratas del Niágara llegan a los 30 millones, la Sagrada Familia en Barcelona tiene unos 4,5 millones de turistas al año, Nueva York recibe unos 26,5 millones de turistas anualmente, etc.; y los ejemplos se multiplican a lo largo del planeta en un flujo que desborda equipamientos y servicios, daña el equilibrio medioambiental, y el bienestar de los ciudadanos. Este «sobreturismo» acaba desnaturalizando parajes y bienes culturales, colonizando calles y plazas haciendo difícil la vida a sus habitantes habituales, invadiendo museos o atiborrando playas, transformando monumentos históricos en «agoras» ruidosas; es decir, está gestando un efecto perverso en lo que, regulado, supone riqueza humana y económica. En respuesta a ello, algunas ciudades como Amsterdam ya no emiten reclamo para ser visitadas.
En suma, hoy el fenómeno social del turismo reclama no tanto ser promocionado, sino el ser regulado para evitar los posibles efectos perniciosos del «sobreturismo».
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