La vecinita de Mafalda prepara ese descubrimiento de América que es el bachillerato. Zarpa ufana y tras el alentador ¡tierra a la vista! su Santa María encalla. Rema, estudia, se rompe el alma, la rabadilla, los codos, pero la mala mar la confina en la ... isla del suspenso. El cabo de las tormentas envía junio a septiembre y septiembre al curso que viene.
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Para redimirse del naufragio se mete monja, como papá. Con falda plisada, corpiño y capa castellana llega al convento de Carrión de los Condes y revive en las mejillas lo aprendido en la burgalesa escuela de La Milagrosa. Aguanta estoicamente, quiere aprender. Pero un cabreo místico carga su boquita de pistón y estalla en insultos, pataletas y una berrea otoñal que la congregación decide aguante su papá. Papá exige a la nena desagraviar a las víctimas, la nena se arrodilla ante la superiora que, como quien se quita un cálculo del riñón, la factura en el autobús de vuelta.
Ya en casa la señora Julia hace de la capa del uniforme un sayo acampanado y el señor José planta a la mocosa en la institución libre de enseñanza de un amigo suyo.
– A ver si haces vida de ella.
La vida es una academia. Otros dos náufragos, un moreno y un rubito, completan el alumnado, los tres más atentos a los ventanales que a la pizarra.
– O atendéis o conmigo os vais a enterar.
Conmigo es un señor de alzacuello y sotana, anillo de bendecir y activa mano de santo hacia pollitos pecadores. A la tercera bendición, los tres mosqueteros plantan al cardenal y exigen reparaciones al rey.
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– Si solo ha sido un cachete.
– ¡Tres! Uno a cada uno. Y a Julilla también.
– Y soy mujer.
– O sea, cuatro... A ver si lo arreglo.
El arreglo es un mocito flaco, jersey de cuello alto, pantalón de pana, pelo al dos y botas de recluta.
– Pero si es un chorchi.
– Escucha, princesa, coronel voy a salir de aquí si aprobáis. Así que, a trabajar, que me pagan por enseñaros.
– A nosotros nos pegan por aprender.
– Pegar es perder tiempo, energía y sobre todo, dignidad. Vamos a hacer las paces antes de empezar la guerra.
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Hacen las paces, se hartan de aritmética, escenifican versos, degluten subjuntivos y se presentan académicamente sembrados ante los jueces del instituto. Aprueban, recuperan la línea de salida y la edad perdida. La victoria engalona al coronel, que comparte el ascenso con tortilla de patata, gaseosa y condecoraciones a la tropa: un bloc de crucigramas para el rubio, una calculadora para el moreno y un costurero para Julilla.
La mirada que la niña le devuelve clava todo el alfiletero en sus carrillos.
– ¡Chorchi!
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