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1de marzo de 1983, martes: una célula de teatro que habíamos formado en Segundo de Filologías, en el CUR, representábamos en la Gonzalo de Berceo eso que ahora se llamaría una «creación colectiva». Se titulaba Odi et amo y era una fusión de textos ... de Thornton Wilder, Shakespeare, Roy Fuller y Catulo sobre los acontecimientos sucedidos en los idus de marzo de hacía más de veinte siglos. A Catulo, además de algunos poemas, le cogimos el título, Odi et amo, un arranque de verso. Todo había surgido de los entreactos entre clases, especialmente estimulados tras las de Ramón Irigoyen, magister, agitador y poeta, que nos introdujo en Catulo. Andábamos por entonces recién ingresados, además de en la Filología, en los misterios de Eleusis y en la veintena. En el dramatis me tocó hacer de Julio César, que se llevaba a la vez la mejor y la peor parte. El caso es que con los treinta folios ya escritos y numerados –con números romanos, en todas las acepciones de la denominación y del apellido, como se verá– nos vimos, sin embargo, huérfanos de todo lo demás. Y entonces, Ramón nos propuso llamar a Romanos, algo que, no en vano, también se practicaba en Julio César: apelar a Romanos y a los Compatriotas. Y le pedimos, como hacía Marco Antonio aquella función, que nos prestara sus oídos: «Ricardo, no sabemos cómo pilotar esto». Yo había visto ya a Adefesio, claro, una de las razones fundamentales por las que seguía –y sigo– envenenado con el teatro. Una Guardia cuidadosa, un Final de partida y una Danza macabra que constituyeron para mí un tríptico decisivo. Ricardo y Estela (Quintana), que entonces tenían en gira, con Adefesio, la Danza macabra de Strindberg/ Dürrenmatt, accedieron a compaginar. Sin pedir nada a cambio. Y prestándonos, además de sus oídos, la confianza, la paciencia, el magisterio, el tiempo y la furgoneta. Después de que un narrador introdujera el drama –«Todo el mundo es de Roma, y los dioses a César se la dieron»–, César, o sea, yo, abría plaza o foro, soltando un speech en lo alto de una rampa de madera que nos había construido un carpintero que sería luego mi querido suegro. Una especie de confesión nocturna de César, en vísperas de la mala puñalá, a Citeris, una figura femenina fantasmal, amante y confidente, seguramente soñada. Era mi primera aparición sobre un escenario después de haber interpretado de niño, en el colegio, a un barrendero y a un sauce llorón. Era un salto, claro, y podía también haber sido un batacazo y mi huida –si no, expulsión, sin fianza– del teatro. No lo fue gracias a Ricardo Romanos, a quien ayer 'Actual' entregó la letra capital, capital por muchas razones y para muchos compatriotas. En mi caso, la 'A' de 'Abrazo'. Sigo: conservo las notas manuscritas a esa alocución mía, o sea del personaje, en lo alto de la rampa: –«muy acentuado», «masticar palabras», «íntimo, aspira», «ironía subrayada», «cabreo irónico», «asco interior»... Y el trazo a rotulador de una curva: de trayecto, de discurso y de asunto, que debía seguir en mi descenso y posterior regreso, a recogerme, en Cajas. Todo indicado, marcado, dictado por Ricardo. Era una partitura, una pauta. Para alguien a quien le faltaba absolutamente todo para encarnar a un Julio César. Pero a lo que voy: yo finalicé aquella apertura mía con el corazón en la boca, diciéndole, fatídico, a Citeris, a la platea y a la noche, que «las puertas del Senado llevan cerradas varios días a causa de los intestinos de unas gallinas». César, en ese momento, podía haber muerto de infarto y no cosido a puñaladas. O, sencillamente, muerto de miedo, pues ese era mi estado en ese momento. Y entonces, desde el límite de la rampa, inicié el descenso de unas escaleras traseras, ya al otro lado de unas cortinas. Aterrorizado, aún más que el personaje, y completamente olvidado el texto al que tendría que hacer frente en las siguientes escenas. Y entonces, mientras sonaba el Velut luna de Carl Orff, Ricardo me esperaba al pie de la escalera, y me abrazó. Hasta ahora. Oh, Fortuna.

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larioja 'A' de abrazo