Tengo unas amigas que son chachis, chachis, chachis. Amigas de verdad. De las que están contigo, incondicionalmente, cuando la vida te la juega, porque sus corazones son enormes. Pero al mismo tiempo de las que bromean a tu costa a cuenta de alguna tontería que ... eleves a categoría de tragedia.
Hace unos días nos reunimos en una cena (entre las cinco más importantes que cuento en el año) a la que acudimos nada menos que 35 personas. Llegué a la hora prevista por los pelos. Y mis pelos fueron el tema de cachondeo durante toda la velada.
«Quién te ha visto y quién te ve» me dije, cuando me miré por última vez en el espejo del ascensor mal vestida, apenas maquillada y con la melena mojada a modo de mocho apenas escurrido. «Bueno... mis pirulis son tan buenas, y saben lo acelerada que voy siempre, que mirarán pero callarán», confié.
Con lo que no contaba es que esa noche a mis comadres les iba a salir la faceta socarrona. Durante el aperitivo no tuvieron otra que abrir un debate amplio, que a mí se me hizo eterno, sobre si ese peinado (por llamarlo algo) me quedaba mejor o peor. Yo no veía más que ojos observando mi cabeza.
Pero eso no fue nada para lo que vino después. Número impar de comensales; en consecuencia, alguien debía colocarse en la 'presidencia' de la mesa. «¡Pepa!, ¡Que se ponga Pepa!», propusieron. Y Así me pasé tres horas ofreciendo un campo de visión perfecto para los 34 restantes. Sofocada por tanto recochineo sobre mi pelo cogí un bolígrafo del bolso y a modo de pinza me hice un moño. Luego me lo quité. Y vuelta con el tema: que si te queda mejor recogido, que si mejor suelto, que si a mí me gustas más con el pelo liso, que si mejor rizado. «¿Alguien necesita un boli?, ¡Pepa tiene uno!», llegaron a decir.
Prometí que la guasa no les saldría gratis y así lo cumplo. Más que por mis narices, por mis pelos.
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