Han pasado ya diecisiete años del mayor atentado de la historia de España. Recuerdo dónde me encontraba aquel 11 de marzo: en Estrasburgo, donde La Rioja pedía a la Justicia europea que se pronunciase contra la deslealtad fiscal vasca. Los españoles estábamos curtidos en el ... tiro en la nuca o en la bomba-lapa de ETA, pero esa sincronización terrorífica, esa perfección de la muerte, nos dejó noqueados, sin capacidad para reaccionar. Una salvajada que continúa helándonos la sangre. Así pasen los años.
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Después del macrojuicio, de las investigaciones y de las desinvestigaciones, siguió una hemorragia de información y, durante demasiado tiempo, estuvimos desinformados. Hubo preguntas para las que nadie, ni los jueces, encontraron respuestas. Que es lo que, por justicia, esperaban las familias de las víctimas y las víctimas que sobrevivieron. Porque para vivir se necesita comprender y para entender se necesita saber.
Pero sobre el 11-M, más allá de la verdad sentenciada por los tribunales, hubo tantas verdades como opiniones interesadas y, admitámoslo, los medios de comunicación nos prestamos desde el día de autos a la suposición política, lo que derivó en una caótica y vergonzosa confusión.
Esa es una lección que aprendimos –o, al menos, eso espero– los periodistas. Un ejemplo contra el que hay que instruir a los comunicadores que relevarán a mi generación. «Que la verdad no os joda un buen titular», nos decían en la facultad. No, hay límites que nunca se deben cruzar.
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