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Los niños de Educación Infantil suelen hacer un sistema solar de plastilina. Ponen el sol y luego, alineados militarmente, los demás planetas. Algunos alumnos incluso se los aprenden de memoria, como si fuese la formación titular del Real Madrid: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, ... Urano y Neptuno. A Plutón los chavales que cursábamos EGB le teníamos cierto cariño y lo poníamos de delantero centro, pero lo descendieron a Segunda División en la temporada 2005-2006 y ahora solo se le considera un planeta enano sin pedigrí. Sic transit gloria mundi. Aunque nuestra capacidad de observación sin telescopios sea reducida y solo los más avezados sepan distinguir a simple vista Venus (al que los viejos llamaban 'el lucero del alba'), hemos interiorizado de tal modo la lista de planetas que componen nuestro sistema que resulta sorprendente que las cosas no siempre hayan sido tan claras.
Durante muchos años, hasta que Einstein zanjó la cuestión, algunos astrónomos sostuvieron que entre Mercurio y el sol tendría por fuerza que haber otro planeta. La idea se le ocurrió a un científico francés, Urbain Le Verrier (1811-1877). Le Verrier no era un piernas cualquiera: unos años antes había adquirido una fama considerable al predecir, solo con la ayuda de los modelos matemáticos, la existencia de Neptuno. El astrónomo normando había detectado que la órbita de Urano sufría extrañas perturbaciones y supuso que otro planeta tenía que estar enredando por ahí. Le Verrier calculó cuál debería ser su posición y envió sus pronósticos a su colega alemán Johann Gottfried Galle, titular del observatorio de Berlín. La carta de Le Verrier, remitida el 18 de septiembre de 1846, llegó a la capital alemana el 23 de septiembre. Esa misma noche, Galle enfiló sus telescopios hacia la región celeste que le había pedido Urbain Le Verrier y... voilá. Allá estaba, impertérrito y helado, el octavo planeta del sistema solar.
El descubrimiento de Neptuno encumbró todavía más a Le Verrier, al que le llovieron (con razón) los reconocimientos oficiales. Envalentonado por su éxito, el astrónomo francés, que también fue diputado, se lanzó a calcular las órbitas de todos los demás planetas. Y encontró que Mercurio también describía una órbita extraña, cuyo perihelio (el punto de máxima cercanía al sol) no se ajustaba a los principios de Kepler y de Newton, de los que entonces nadie se permitía dudar. Urbain Le Verrier, que le había cogido el gusto a descubrir mundos, llegó a la conclusión de que tenía que existir un planeta interpuesto entre Mercurio y el astro, cuya fuerza de la gravedad explicase ese movimiento anómalo.
Un astrónomo aficionado francés, Edmond Modeste Lescarbault, médico rural de profesión, creyó incluso haberlo observado, al descubrir una pequeña mota negra cerca del borde del sol. La mota desapareció horas después. Le Verrier ya no tenía dudas: había otro planeta en el sistema solar. Fue bautizado como Vulcano, en recuerdo del dios romano del fuego y de los infiernos. Observar un planeta tan pequeño y tan cercano al sol no era una tarea sencilla, así que muchos astronómos quisieron emular al doctor Lescarbault para certificar su existencia sin asomo de dudas. Unos creyeron haberlo visto y otros no.
En julio de 1860 hubo una ocasión magnífica para despejar de una vez todas las dudas: un eclipse total perceptible en España. Como puede verse en el hermoso mapa trazado por el portugués Francisco Coelho, la zona de sombra iba a cubrir varias provincias, entre ellas La Rioja, y muchos científicos extranjeros montaron expediciones para observar el fenómeno. En su Instrucción sobre el Eclipse de Sol, editada por el Real Observatorio de Madrid, se indicaba que uno de los puntos mejores para escrutarlo iba a ser «el cerro de San Lorenzo, cerca de la industriosa Ezcaray», aunque los científicos que llegaron de Europa escogieron otros lugares vecinos, de más fácil acceso. El propio Le Verrier se marchó con sus telescopios al Moncayo y un equipo ruso se asentó en Rivabellosa (Álava), cerca de Miranda de Ebro.
Pero Vulcano no apareció.
No obstante, periódicamente, algunos astrónomos fueron publicando 'hallazgos' que parecían confirmar las tesis de Le Verrier. El matemático francés murió en 1877, íntimamente convencido haber descubierto dos planetas: Neptuno y Vulcano. Está enterrado en el cementerio parisino de Montparnasse. Su tumba está coronada por una esfera de hormigón. Un año después, otro eclipse total, visible en esta ocasión desde Estados Unidos, volvió a concitar la atención de los amantes de la mecánica celeste. Los resultados fueron confusos. Uno de los observadores más reputados del momento, el canadiense James Craig Watson, que ya había descubierto 22 asteroides, incluso creyó ver al menos dos objetos situados entre Mercurio y el sol. Otros astrónomos, sin embargo, comenzaron a sospechar que no había ningún Vulcano dando vueltas por ahí.
El problema es que, sin Vulcanos de por medio, el enigma de la órbita de Mercurio persistía. El pequeño planeta se resistía a cumplir con los postulados de Kepler y de Newton, y nadie ofrecía una explicación plausible para su trayectoria trompicada. Como en tantas otras cosas, tuvo que ser Einstein el que llegara para resolver el entuerto. La Teoría de la Relatividad General, que dejaba de considerar la gravedad como una fuerza y la entendía como una curvatura en el espacio-tiempo, resultaba perfectamente compatible con el movimiento real de Mercurio. El propio genio alemán se llevó un alegrón cuando comprobó cómo sus ecuaciones explicaban correctamente el extraño perihelio mercurial. Según uno de sus biógrafos, Abraham Pais, aquel momento supuso «la experiencia emocional más fuerte en la vida científica de Einstein».
De este modo, en 1915, Vulcano dejó de ser necesario. El sistema solar quedó entonces reducido a los siete planetas que todavía hoy se aprenden los niños de memoria: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. El pobre Plutón fue descubierto en 1930, alzado al estrellato casi de inmediato y cruelmente degradado en el 2006. Pero esa es otra historia que algún día contaremos.
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