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Las calles principales del barrio chino de Madrid, Usera, se someten solitarias a los locales con rótulos en chino, que tienen bajadas las rejas con carteles apresurados escritos a mano y pegados con celo. En ellos se lee: CERRADO. En algunas hojas hay una ... excusa: por reforma, por vacaciones, por obra. Pocos ponen una fecha a la posible reapertura: mayo. Pero la mayoría de locales han clausurado en silencio. «Están cerrados desde el lunes», afirma el vendedor de un local de Alimentación en la calle Antonio Salvador, que se niega a cerrar la tienda y a usar la mascarilla, como sus compatriotas. «Sí, la tengo», y mira hacia una estantería de la tienda casi en penumbra. Después muestra un tapaboca quirúrgico, doblado en varias partes, metido en un plástico. Lo desprecia con un gesto y lo devuelve a su lugar. Ante cualquier otra pregunta, niega con la cabeza, hasta que responde con un sí cuando un cliente le pregunta si está pensando volver a China. Sale a la calle a fumar.
Frente a él se abre un trozo fantasma de ciudad. Han clausurado las agencias de viaje, peluquerías, salones de uñas y belleza, tiendas de ropa, teterías. «Es la ley china», dice un vecino ante los escaparates tapados.
Consolidado como un mundo aparte con tan solo entrar a las calles que colindan con Marcelo Usera, la otrora actividad frenética ha dejado paso a la desconfianza. La comunidad china, casi sin excepción, camina con mascarillas. Trabaja con mascarillas. Conduce con mascarillas. Se sienta al calor de la plaza con mascarillas. Hablan con mascarillas, incluso al móvil. Como una mamá pata en el estanque, una joven y pequeña mujer avanza con sus tres hijas entre tres y seis años. Las cuatro se protegen con una gasa azulada que impide la entrada a las vías respiratorias de casi todas las bacterias, y recorren la calle hasta un local de «sushi para llevar», que parece cerrada por la reja elevada a sólo medio metro del suelo. Ellas pasan casi sin agacharse por debajo. Saludan con familiaridad y ordenan comida. El paso está vetado para algunos.
En su encierro individual, con accesorios clínicos cubriendo la cara y con un estricto alejamiento de la calle, la comunidad china se siente segura en una ciudad que se hunde en el miedo que ellos ya conocieron de primera mano. «Para estar aquí tienes que llevar mascarilla», advierte un empleado de otro local cuando se intenta traspasar la puerta semiabierta. Una vez puesto el tapabocas, el hombre alto y de cabello corto se relaja. «No entiendo mucho español», pone de excusa ante las preguntas, al igual que tantos otros. Vecinos y comerciantes -de varias nacionalidades y sin tapabocas- ratifican que los negocios de la comunidad china empezaron a cerrar esta semana. «Comenzaron los que tenían mayor proximidad con el cliente».
Las mascarillas se han convertido en un bien escaso que no escapa a la especulación. En la mayoría de farmacias no tienen. «Se acabaron hace un mes», dice una vendedora de Usera debajo de un cartel de «medicina familiar» en dos idiomas. Otro aviso: la venta de alcohol y guantes está bajo racionamiento. «Se agotaron cuando empezó a subir el contagio», explica Liu en el corazón de este barrio madrileño, con naturalidad y buen español. «El que tiene miedo se la pone. Como en China. Las compraron mucho antes de que el virus llegara a España». Una segunda cuarentena.
Unas calles más allá, en la Asociación Logística, una empresa de «e-comercio entre China y España», se asegura que el producto que más han importado en fechas recientes son las mascarillas. «Es lo que más se está trabajando», explica uno de los empleados que, además del volumen de negocio en descenso, ha notado ciertos cambios en el comportamiento de sus clientes. «Se quedan menos tiempo, vienen muy rápido. Tampoco nos traen las cosas ya por Correos. Tenemos que usar una empresa nuestra, más cara, y está siendo muy complicado». Y advierte: «La semana que viene, cerramos».
La dueña de una farmacia con cuatro años en el barrio dice que han llegado a su puerta vendedores ambulantes con tapabocas en mano, pero que ella no quiso comprarlas por esa vía extraoficial, aunque «siempre las he vendido, porque los chinos usan mucho las mascarillas, incluso antes de que surgiera el coronavirus». En una farmacia que sí dispone de tapabocas de papel, las menos efectivas, el precio es de 3,90 euros por un paquete de cuatro. En el extremo opuesto del barrio chino, otra las ofrece por 1,50 la unidad.
En el semáforo, entre una decena de peatones que espera la luz verde, sólo una lleva mascarilla. La única que tiene rasgos asiáticos. A lo largo del camino, los demás siguen tosiendo sin taparse la boca como quien fuma en una parada de bus. «Es para protección personal», sostiene Liu. Estas calles, que antes eran dominadas por el atasco debido a la entrega de mercancías en furgones y camionetas aparcadas en plena calle, están ahora dormidas. «Nos vamos a ir todos al paro», se queja una mujer en edad cercana a la jubilación tras una barra de bar, mientras escucha las noticias. «Va a traer cola». El voraz comercio de cualquier cosa ha perdido el apetito.
La tienda de Alimentación de la calle Francisco Ruiz no volvió a abrir el miércoles. La noche anterior, a su hora habitual de cierre de las diez de la noche, no hubo anuncios. «Algunos cerraron la semana pasada», confirma Balbino Funes, dueño del bar La Estrella. «Los chinos son mis principales clientes. Una mañana normal vendo unos 40 cafés, y al mediodía otra cantidad parecida. Ahora sólo dos o tres, y los que bajan los piden para llevar o se lo toman afuera. Son más precavidos que nosotros. Tienen más miedo». Algunos de los comerciantes han comentado a sus vecinos españoles que el cierre del negocio durará un mes, a la espera de que pase la alarma. Pero no descartan alargar las vacaciones forzosas.
Hay una aparente excepción en el barrio chino. En la calle Nicolás Sánchez, en cuyas fachadas se alzan ideogramas de un extremo al otro en números pares e impares, los negocios siguen abiertos y la descarga de algunos insumos interrumpen la circulación de pacientes conductores. Pero los locales, aunque con carteles de «abierto» y rejas levantadas, tienen las puertas cerradas con llave o protegidas por una trinchera de mesas y cajas, para que los posibles clientes no traspasen un círculo de seguridad imaginario. «Aquí estamos todos abiertos. No ha cerrado nadie», afirma el regente de una agencia de viajes que se queja de «pérdidas, pérdidas».
Dentro del local hay varias mujeres sentadas frente a escritorios alumbrados sólo por la luz natural de la ventana. Como ya es estampa habitual, allí y en los demás comercios, todos portan el antifaz sanitario. «La uso por seguridad», explica una mujer enmascarada que impide la entrada a Buenafarma tras un improvisado muro de mostradores plásticos. «¿Quiere una? No, gel de manos no queda». Basta salir de esta calle para volver a encontrar las rejas hasta el suelo: «Cerrado por reformas. Volvemos el 01/04». El barrio chino volverá a abrir cuando pase el pánico.
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