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Jesús J. Hernández
Miércoles, 17 de julio 2024, 09:09
Es real esta conversación entre un miembro de ETA, que cumplía condena, y un funcionario de prisiones. «¿Tú por qué te fuiste si naciste aquí?», le preguntó el recluso. «Por tu culpa», le respondió él. A la mañana siguiente, se encontraron de nuevo en la panadería de la prisión. «He estado toda la noche sin dormir, pensando en lo que me dijiste. De verdad, cuánto daño hemos hecho a la gente. Porque te digo una cosa: yo en aquella época, si me dicen que mate a un funcionario de prisiones, te hubiera matado. Y no hubieras tenido a tu niña, ni hubieras tenido a tu niño, ni hubieras tenido nada, ni nos hubiéramos conocido. ¿Sabes? Y así es». Esta charla es parte de los testimonios, anonimizados, que se recogen en el 'Informe sobre la injusticia padecida por el funcionariado de centros penitenciarios como consecuencia de la amenaza de ETA (1980-2011), un análisis del Instituto Pedro Arrupe y el Gobierno vasco.
«Vendí mi coche, vendí mi casa, nos mudamos. Aquellos seis años fueron un paréntesis. Lo único que hacía era trabajar en la cárcel», recuerda otro de los entrevistados, que da cuenta, como muchos otros, del «estigma» que provocaba ser funcionario de prisiones. Actualmente hay unos 680, «una cifra similar a los años estudiados, algo menos quizá porque Nanclares era un centro penitenciario más pequeño que Zaballa».
ETA provocó siete víctimas mortales en este colectivo, desde el 14 de octubre de 1983, cuando asesinó al médico pediatra y doctor de la cárcel de El Puerto Alfredo Jorge Suar, hasta el 22 de octubre de 2000, cuando mató al funcionario alavés Máximo Casado. Incluye ese listado el caso de Conrada Muñoz, madre de un funcionario de prisiones, que murió al abrir un paquete bomba dirigido a su hijo. Todos los entrevistados reconocen que sintieron el terror en cada uno de aquellos atentados, mucho más que cuando la banda los señaló como colectivo en una primera amenaza genérica. También marcó, de forma diáfana, un antes y un después el secuestro de José Antonio Ortega Lara, que pasó 532 días en cautiverio -que todos califican como «un golpe muy duro»- hasta que fue liberado por la Guardia Civil.
Si algo diferenció a este gremio, en la amalgama diversa de colectivos amenazados, era su contacto habitual y diario con miembros de la banda que cumplían condena. «Metieron aquí un preso de ETA que tenía mis datos. No me lo podía creer», lamenta un trabajador, cuyos datos llegaron a la banda porque «aparecía el centro de trabajo en las nóminas que llegaban al banco». Sólo regresaba a casa por Navidad «para que mis padres vieran a los nietos». La Guardia Civil le alertó de que la cúpula de ETA lo sabía.
Una funcionaria relata que ganó su plaza en la oposición de 1993 y llegó a casa muy contenta. Su padre, al saberlo le espetó: «Nos has desgraciado la vida». En ese momento, «ya habían matado a dos compañeros en Martutene». Otro progenitor, que nunca dijo en qué trabajaba su hijo, le confesó que «nunca pude estar orgulloso del trabajo que hacías porque el miedo me superaba».El Gobierno vasco concluye que «todos los funcionarios de prisiones, sin excepción, vieron gravemente vulnerados sus derechos y fueron víctimas y objeto de la amenaza de ETA». Todos ellos, «sin excepción», merecen «verdad, memoria y reconocimiento» y «un relato justo de lo sucedido».
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