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Alberto Gómez
Viernes, 17 de marzo 2023, 13:19
Quiso hacer de Marinaleda, un pueblo de menos de tres mil habitantes situado en la sierra sevillana, su particular paraíso comunista. Pero Juan Manuel Sánchez Gordillo, histórico líder jornalero, alcalde durante más de cuarenta años, se ha dejado los votos y la salud por el ... camino. Poco tuvieron que ver las últimas elecciones municipales de 2019, cuando ganó por la mínima, apenas unas cuantas papeletas de diferencia, con aquellas mayorías no ya absolutas sino totales, cuando la corporación del Ayuntamiento al completo pertenecía a Candidatura Unitaria de Trabajadores, la formación integrada en Izquierda Unida que lidera este admirador de Max y Gandhi, el Lenin andaluz, un agitador vocacional, ahora obligado a abandonar un cargo que parecía hecho a medida.
Marinaleda no conoce otro alcalde que Sánchez Gordillo. Ganó las primeras elecciones democráticas tras el franquismo, en 1979, y desde entonces ha conservado el cargo contra viento y marea. Cuesta imaginarlo ahora, a sus 74 años, derrotado por las circunstancias: varios ictus y sus secuelas hacen inviable que se mantenga al frente de este municipio donde el PP y el PSOE no son bienvenidos. Los dos grandes partidos ni siquiera sumaron cien votos en las últimas municipales. Sólo Avanza Marinaleda, una candidatura independiente, consiguió que el eterno alcalde sintiera por primera vez miedo electoral.
Pero Sánchez Gordillo, el terror de los supermercados, un referente para Bildu, volvió a ganar. De eso hace ahora cuatro años. Ahora se retira sin haber perdido nunca unos comicios, y quienes lo conocen saben que seguirá moviendo todos los hilos que pueda. Porque su férreo control sobre el pueblo es una sombra alargada, la zona más oscura de su gestión. «Que se atengan a las consecuencias», advirtió a quienes votaron otras opciones en 2019: «Vamos a ser duros. Aquella gente que dé la cara por este proyecto va a tener recomensa, y quienes no den la cara no van a tenerla, serán destinados a las tinieblas si hace falta». Para Gordillo, siempre con una palestina rodeando su cuello, cualquier oposición supone una traición. Y en Marinaleda, cuyo deportivo recibe el nombre del Che Guevara, la disidencia se paga cara.
Durante 44 años ha ofrecido algo parecido a la gloria comunista: casas de dos plantas por quince euros al mes, pleno empleo a través de cooperativas en las que el gerente gana lo mismo que un oficinista, un sueldo único de unos 1.200 euros para todos los vecinos, la ocupación de fincas de terratenientes para su expropiación y un sistema asambleario para la toma de decisiones. A cambio había, hay, que guardar lealtad al alcalde y sus convicciones ideológicas. Es el precio de «la utopía»; viviendas casi gratis, sí, pero para quienes lo votan. Así lo explicaba en uno de sus últimos discursos como alcalde, con evidentes dificultades en el habla como consecuencia del zarpazo del ictus: «Las primeras viviendas van a ser para quienes dieron la cara por este proyecto».
Entre sus prioridades siempre ha estado el cierre de las conserveras y otras empresas instaladas en el pueblo con el objetivo de que sólo el Ayuntamiento, mediante una cooperativa que funciona como agencia de colocación, genere empleo. «Aquellos que ahora ríen mañana empezarán a llorar», llegó a decir durante aquella noche electoral de mayo de 2019: «Vamos a seguir mandando». Pero el ocaso, pese a la reelección, era evidente: al deterioro físico se suma el desengaño de cientos de históricos votantes que escogieron otras opciones por la deriva autoritaria que ha manchado la gestión de Gordillo estas últimas legislaturas.
Atrás quedan sus doce años como diputado en el Parlamento andaluz, donde se opuso con fiereza a los pactos con el PSOE, y sus actos de protesta, una estudiada puesta en escena que casi siempre hacía coincidir con las épocas de sequía informativa para asegurarse un lugar destacado desde donde mostrar sus ideales al resto del país. Ya amortizadas las habituales ocupaciones de terrenos, en 2012 se presentó como un Robin Hood moderno, diseñando el asalto a grandes superficies como Mercadona o Carrefour en plena crisis económica bajo la premisa de robar sólo productos básicos que luego debían ser entregados a los más vulnerables. Primero, eso sí, a quienes lo habían votado.
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