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¿Que si estoy casada? No, solterísima; ponga solterona, que me gusta». Milagros Calvo Ibarlucea se tomaba con humor provocador, preludio de un discurso preñado por el feminismo, las preguntas periodísticas que buscaban trazar un perfil de aquella jueza desconocida que en 2002 entraba en ... las hemerotecas al convertirse en la primera mujer entre todos los hombres que habían copado el Tribunal Supremo desde el principio de los tiempos. O lo que es lo mismo, desde que la Constitución de Cádiz lo conformó en 1812, cuando la idea de ciudadanía, con derehos plenos sin discriminación de género, resultaba una utopía.
Este 4 de septiembre, transcurridos 212 años desde que los constituyentes alumbraran el Supremo bajo la luminosidad gaditana, otra mujer, Isabel Perelló Doménech, catalana de 66, especialista en Derecho contencioso-administrativo en la Sala Tercera, melena rubia de femineidad entre las togas de un poder del Estado muy masculinizado, protagonizó el hito de erigirse en la primera de su sexo en presidir el alto tribunal y el Consejo del Poder Judicial. Dos siglos después y tras casi medio de democracia.
No han faltado el pulso entre los nuevos 20 vocales del CGPJ ni las intrigas palaciegas en las que, esta vez, PSOE y PP se habían comprometido a abstenerse tras un lustro de inédita parálisis en la renovación del gobierno de la Magistratura. Pero más allá de cómo se forjó el consenso para nombrarla, la elección de Perelló representa, en verdad, un acontecimiento histórico cuando el adjetivo está tan manoseado como para describir, pongamos, la pugna televisiva entre Pablo Motos y David Broncano. Ella misma echó a volar su esperado discurso en la apertura del año judicial por ahí, por el reconocimiento a las de su género, por la deuda contraída. «Nací en una España en la que las mujeres no podían acceder a la carrera judicial», hizo dolorida memoria, antes de subrayar que hoy son mayoría y encarnan el 80% de quienes superan la prueba de entrada. Perelló es la última en alcanzar el club de las primeras. Las que rompieron techos de cristal que eran de cemento armado y ahora celebran su designación.
O«Se hacían comentarios con tanta naturalidad que ni sonrojaban...». Respetuosa siempre con la responsabilidad institucional que desempeñó, María Emilia Casas (León, 1950) sonríe cuando se le pide alguna anécdota ilustrativa del machismo judicial. Solo se permite recordar que en aquel Constitucional a caballo entre los 90 y el siglo XXI en el que era la única mujer, un togado la recibió con la pretendida y recurrente chanza de si iba a poner el café.
Casas puede enorgullecerse de haber sido la primera catedrática en Derecho del Trabajo y la primera –y, por ahora, solitaria– en presidir el TC. La conquista cristalizó en 2004, pero no olvida el previo: entre la salida de Gloria Begué en 1989 –la pionera que fue elegida para la corte con el país gobernado por Adolfo Suárez– y su llegada en 1998, la jurisprudencia constitucional se aplicó y redactó sin participación de quienes suponen la mitad de la ciudadanía. «No tenía sentido», reprueba aquel vacío de una década. Criada en un caldo familiar igualitario, inusual para la época, y cautivada por el Derecho como herramienta «real y tangible para la convivencia», Casas reivindica la paridad en los cargos con poder de decisión: «Nuestro terreno no es la excepción, debe ser la normalidad».
OLa madre de María Luisa Segoviano (Valladolid, 1950) estudió Derecho cuando solo se contaban «dos o tres mujeres en su aula» y aprendió de ella y de su padre que no cabía distinción entre hijas e hijos. Segoviano, la primera jueza en dirigir una Sala del Supremo y feliz hoy de seguir explorando en el TC el «enriquecedor» ecosistema de las leyes, ríe al rememorar la charla de ascensor que cazó una amiga suya a los protagonistas de un pleito recién iniciada la carrera: «No entendían cómo podía haberme metido yo en esto, estando mejor en una boutique».
«Hay que irradiar la igualdad. Todo lo que se visibilice tiene sus efectos», se felicita ante el espaldarazo de Perelló, «una magnífica magistrada». Segoviano siempre ha ejercido persuadida de la posibilidad de «interpretar» las leyes, sin forzar el Derecho, para sortear el «sesgo discriminatorio» que algunas arrastran. Y aunque admite haber escuchado «impertinencias» sobre su apariencia, casi transgresora en la grisura de togas y tribunales, aconseja «poner color en la vida».
OCuando Manuela Carmena (Madrid, 1944) estrenó destino judicial en Canarias, alguien le instruyó con que «la costumbre» era agasajar con unos puros a las autoridades –hombres– locales. Ella llevó unos bombones. Aunque peor había sido escuchar, tiempo antes, si no le daba «vergüenza actuar como abogada estando embarazadísima». Cobijada también por una familia con sentido de la igualdad, curtida en la resistencia antifranquista y superviviente de la matanza en el mítico bufete de Atocha, Carmena fue la primera decana de los juzgados de Madrid, la capital de la que acabaría siendo alcaldesa.
«Tenía compañeras en la universidad que tenían intención de estudiar para no ejercer, solo para tener un nivel de conversación con sus maridos... A mí aquello me parecía un despilfarro social», mira la magistrada al retrovisor de su carrera. Carmena no cree que el Derecho sea una disciplina más masculinizada que otras. «Pero quizás –aventura– a las mujeres nos interesa menos el poder de gobierno; tenemos menos interés en promocionarnos o en mandar de una determinada manera».
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