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Un día, cuando aún era un crío, Alberto apartó un periódico que rondaba por casa: «Que no lo vea la abuela». El hogar familiar de los Jiménez-Becerril García en Sevilla es el kilómetro cero de cómo el ser humano puede sobrevivir a lo más ... terrible. El nido de los tres niños a los que ETA dejó sin padre y sin madre, a balazos, la madrugada de aquel 30 de enero de 1998 en el que la existencia de todos quedó a oscuras.
En ese hogar lucen las fotos enmarcadas de Alberto Jiménez-Becerril, el concejal sevillano del PP, y de su mujer, Ascensión García. Sus hijos, los dos que heredaron los nombres de sus progenitores y la pequeña Clara, han crecido con el recuerdo constante de quienes les trajeron al mundo. Con la presencia evocadora de aquella pareja que se amaba y que disfrutaba de una ciudad que hace de la alegría de vivir una forma de ser. En algún momento, los tres huérfanos supieron la sobrecogedora verdad de cómo murieron sus padres. Pero en esa casa donde se quitaron los cables de la televisión para evitar las imágenes que matan, nunca se menciona a ETA. Jamás.
La historia de estos 25 años, desde que los etarras del comando Andalucía Mikel Azurmendi y José Luis Barrios dispararon a bocajarro a sus víctimas cuando regresaban, enlazados, de un cena por orden de Josetxo Arizkuren Ruiz, 'Kantauri' -condenados todos por el doble crimen-, es la de un renacimiento con un blindaje a prueba de la memoria más atroz. «No querer saber es curativo», sentencia Teresa Jiménez-Becerril, la hermana del edil que era uña y carne con él y su mujer. Esa hermana, que ha hecho «una misión, literal», de la denuncia de los verdugos y de sus cómplices y que tamiza el «dolor indescriptible» con la dulzura del acento andaluz, también cree que no hay nadie como los niños para volver a la vida. «Ellos -constata- nos protegieron a nosotros».
Ascen iba a cumplir nueve años, Alberto acababa de celebrar los siete y Clara tenía apenas cuatro y medio aquel viernes, en la madrugada sevillana suavemente invernal, en el que Azurmendi y Barrios siguieron a Jiménez-Becerril y su mujer 245 metros por las cautivadoras calles del barrio de Santa Cruz y les descerrajaron dos tiros en la cabeza casi a la puerta de su domicilio. Arriba, sus tres pequeños dormían. Alguien llamó a Teresa Barrio, la madre viuda del concejal, para decirle que ETA había matado a su hijo. «Estaba sola, podía haberse tirado por la ventana en ese mismo momento», se duele, mirando por el retrovisor del horror, la hermana del corporativo asesinado. El teléfono también le despertó a ella, a miles de kilómetros, con el mal presagio que traen consigo las llamadas imprevistas en plena noche.
Hasta ese instante funesto -el tiempo de los Jiménez-Becerril se mide por «el antes y el después 'de lo de Alberto'»-, Teresa residía en Turín, tenía una hija de corta edad y se dedicaba al mundo de la moda con una vocación profesional cosida en la tienda de ropa que regentaba su madre. Ella, empujada a la política por el doble crimen de ETA que le hundió la vida -fue eurodiputada del PP, luego parlamentaria en el Congreso y hoy adjunta al Defensor del Pueblo-, ayudó a abrir en Londres la primera boutique de Prada. El contraste, basta con imaginarlo, es brutal. La existencia airosa, casi despreocupada, reventada por dos tiros a traición. A Teresa se le doblaron las piernas y le entró una tiritona que duró horas. Casi con lo puesto, los dientes castañeteando y su niña aferrada al pecho, corrió hacia el aeropuerto para coger el primer avión a su tierra.
Sevilla, a aquellas horas, se había roto ya en un llanto colectivo inconsolable. Un llanto empapado por el diluvio que oscureció la capital andaluza, como si su luz se hubiera puesto de luto a la manera de los días de tragedia en el País Vasco. En el ayuntamiento aún resonaban las correrías titubeantes de Clara, cuando su progenitora, procuradora, se acercaba con ella a buscar a Alberto. El hombre al que mataron -«el favorito de mi madre», sonríe Teresa con ternura- era «guapo y muy inteligente, mucho». Un «disfrutón» sin miedo que nunca llevó escolta porque no se sentía en la diana de ETA; ni cuando la banda había emprendido ya su cacería contra los cargos del PP y del PSOE. Seis meses antes había ejecutado a Miguel Ángel Blanco.
La supervivencia. Ascen, Alberto y Clara crecieron con el recuerdo de sus progenitores. Pero sin mencionar a ETA nunca
El presente tras la violencia. «No creo que la superioridad moral de las víctimas del terrorismo esté todavía garantizada»
Tras «la nebulosa» de aquel duelo que estremece la memoria, con el mal fario añadido de la muerte de una tía volviendo del entierro, la abuela dio cobijo a sus tres nietos y Teresa abandonó unos meses su hogar italiano para ayudar en el cuidado de esos niños con los que los suyos, y toda su ciudad, se volcaron. «Una vez le hablé a mi madre de la resiliencia y me contestó: 'Ah, eso es cuando no te queda otra'», vuelve a sonreír la hermana de Jiménez-Becerril. Teresa prosigue hoy su «misión» porque las cosas no van «como deben» tras el final de ETA; porque le parece ilegítimo que EH Bildu se siente en las instituciones sin haber apostatado del terrorismo; porque no soporta «la bofetada con la mano abierta» de los homenajes a etarras... Porque, en definitiva, no cree «que la superioridad moral de las víctimas esté garantizada. Ni quiero, ni puedo, ni debo olvidar».
Ascen, Alberto y Clara han crecido liberados del odio. ¿Pero y su tía? Teresa Jiménez-Becerril responde, sincera y singular, sin que la rabia del drama le quiebre la voz templada y melodiosa: «Sí, yo a los terroristas les odio. No batallo contra ello, les odio y punto; y no tengo la necesidad de dar un perdón que, además, no me han pedido. Pero no siento ese odio en mí, no es una carga. Porque no me impide disfrutar de la vida ni reírme al recordar a Alberto».
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