El pasado 12 de julio el Govern de Quim Torra confinó la comarca ilerdense del Segrià para intentar atajar el que fue el primer gran brote de la nueva normalidad. El Gobierno de Pedro Sánchez, con su presidente a la cabeza, trató de alejar los malos augurios que entonces apuntaban a que habría que volver a recurrir del estado de alarma (desactivado hacía apenas 20 días) tirando de un mantra: las comunidades autónomas tenían herramientas legales suficientes para enfrentarse a la segunda ola sin necesidad de medidas excepcionales.
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El propio Sánchez, la vicepresidenta Carmen Calvo, los ministros de Justicia o de Sanidad y hasta Fernando Simón repitieron hasta la saciedad este verano esa idea para exorcizar la posibilidad de una vuelta a un estado de alarma nacional que finalmente se ha producido solo 126 días después de que el 22 de junio decayera el anterior. Así las cosas, la llamada 'nueva normalidad' apenas ha durado cuatro meses, aunque en realidad ese estado solo ha existido en los papeles del Gobierno.
La norma tenía incluso dos marcos jurídicos sanitarios de los que nadie ya se acuerda, porque han sido totalmente ineficaces a la vista de la dureza de la segunda ola, de los varapalos judiciales y de la falta de avances legislativos. El primero fue el denominado 'Plan de respuesta temprana en un escenario de control de la pandemia por covid-19' aprobado a mediados de julio y en el que se dibujaba un programa de actuación liderado por el Ejecutivo en «cogobernanza» con las comunidades. Un programa que pivotaba en la «alerta temprana» frente a los rebrotes y en el uso intensivo de la Ley Orgánica de Medidas Especiales en Materia de Salud de 1986 y de la Ley General de Salud Pública de 2011.
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El segundo marco de esa nueva normalidad 'no nata' era el decreto ley que el Gobierno aprobó el 9 de junio con las medidas que iban a regir tras la derogación del estado de la alarma (como la obligatoriedad de la mascarilla pero solo si no se podía guardar la distancia de 1,5 metros) y que fijaba una multa de hasta 100 euros como instrumento central para disuadir a los díscolos. Aquel 9 de junio España se movía en una incidencia acumulada (IA) de 11,2 casos por cada 100.000 habitantes y contabilizaba 84 nuevos contagios diarios frente a la IA de más de 400 casos de finales de este octubre, en el que algún día se han superado los 20.000 infectados. Con aquellos números tan optimistas, a Moncloa esas medidas que hoy parecen tan laxas -y que ni siquiera exigían llevar el tapabocas siempre puesto- le parecieron suficientes para tratar de salvaguardar los bajos niveles de contagios que tantos sacrificios habían costado.
Fue quizás esa embriaguez del mes de junio con los efluvios todavía presentes de haber logrado doblar la curva la que hizo olvidar al Gobierno sus promesas de reformas legislativas exprés para mejorar la legislación y evitar tener que volver a recurrir al estado de alarma a la hora de recortar derechos fundamentales. Ese mantra de que las comunidades tenían herramientas suficientes dejó en papel mojado las palabras el 20 de mayo del propio Sánchez en el Congreso cuando, al pedir la quinta prórroga, se comprometió a negociar de forma urgente la «modificación de distintas leyes para garantizar la correcta cogobernanza una vez hayamos levantado el estado de alarma».
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Nada quedó tampoco de la promesa de Carmen Calvo en el Senado el 13 de mayo de emprender «con mucha rapidez» una reforma legislativa que tendría que estar lista antes de otoño para evitar recurrir de nuevo al estado de alarma en el caso de que hubiese, como ha sido ha sido, una previsible segunda ola.
Cuando el fin de la desescalada dio paso a principios de julio a los primeros rebrotes el tiempo se había echado encima y la bronca política entre los partidos del Gobierno y el PP, partidario de reformas exprés de la normativa sanitaria, había crecido. «Hay rebrotes porque tiene que haberlos», fue la respuesta de Calvo cuando a finales de julio le urgieron a instar cambios legislativos tras el empeoramiento de la situación.
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Sin margen de maniobra, los gobiernos autonómicos tuvieron que comenzar en septiembre a ordenar confinamientos apelando al «instrumento» que una y otra vez señalaban Sánchez e Illa: el artículo 3 de Ley Orgánica de Medidas Especiales en Materia de Salud de 1986. Ese precepto es el que establece que «con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria (…) podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos y de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos».
Moncloa insistía en el mantra de que las comunidades tenían esa 'varita mágica', a pesar de que los servicios jurídicos del Estado desde el inicio de la pandemia (en realidad desde el primer confinamiento, el del hotel de Adeje, en Tenerife, en febrero) habían advertido de que tenían dudas de la legalidad de usar este precepto para restringir los movimientos de grandes colectivos de personas sanas.
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La riada este otoño de fallos de los tribunales superiores de Madrid, Aragón o el País Vasco certificando que la ley de 1986 no era suficiente y reclamando la reforma legal prometida fueron la puntilla para el Gobierno y su proyecto de 'nueva normalidad'. Una 'nueva normalidad' que fue enterrada oficialmente el pasado domingo por el nuevo estado de alarma pero que, en realidad, nunca ha llegado a existir como tal, ya que se basaba en unas modificaciones legales exprés que ni siquiera se han comenzado a debatir, en decretos irreales redactados al calor del optimismo de los datos de junio y en la confianza de que los tribunales iban a hacer la vista gorda a la limitación de derechos fundamentales con normas redactadas para atajar crisis sanitarias limitadas pero no para enfrentarse a pandemias mundiales.
La Guardia Civil en La Rioja disolvió una fiesta ilegal que se celebraba en una nave agrícola de la localidad riojana de Villamediana de Irugua, a la que asistían 45 personas, y donde no se habían adoptado las medidas de seguridad ante la covid-19. Los asistentes, entre los que había 15 niños, son naturales de Bolivia, Ecuador y Colombia, vecinos en Logroño y Navarra, y no utilizaban mascarillas, no guardaban la distancia social y compartían todo tipo de bebidas, indicó ayer la Guardia Civil. La actuación se inició tras la llamada telefónica efectuada por un ciudadano.
Los asistentes celebraban diversos acontecimientos, entre ellos una fiesta de cumpleaños, con música, comida y bebidas. Tras ser identificados, fueron informados de que serían propuestos para sanción y, además, contra el arrendatario de la nave se ha tramitado un acta-denuncia por infracción grave a la Ley General de Salud Pública, que prevé una pena de multa de entre 3.001 y 60.000 euros.
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