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Sábado, 11 de abril 2020, 09:27
Enrique Múgica, que falleció esta madrugada a los 88 años víctima de la Covid-19, fue el único que desempeñó la función de Defensor del Pueblo durante dos mandatos consecutivos. Todo comenzó en 2000 con la aparente incongruencia de que un socialista fuera propuesto al ... cargo por José María Aznar. En el PP nadie rechistó la elección de su líder y el PSOE qué iba a decir si Múgica tenía carné del partido. En un país alérgico a los grandes pactos entre los partidos mayoritarios, una designación consensuada denota el singular perfil de Múgica, un hombre con una historia plagada de momentos difíciles a lo largo del franquismo, la Transición y la democracia.
Nació en San Sebastián en febrero de 1932. Su padre, un violinista de Izquierda Socialista, el partido de Azaña, murió cinco años más tarde. Su familia quedó reducida a su madre, Paulette, una ciudadana francesa de origen polaco, y a su hermano Fernando, asesinado por ETA en 1996. Sus allegados coinciden en señalar que ese golpe le marcó para siempre. A partir de entonces, rompió la barrera de lo «políticamente correcto», sobre todo para quien había sido ministro de Justicia entre 1988 y 1991. La frase que pronunció tras el entierro forma parte del glosario de la lucha contra ETA: «Ni perdono ni olvido».
Antes que socialista, fue comunista. Una ideología con la que comenzó a convivir en sus primeros años universitarios en Madrid, pero sobre todo en sus primeras incursiones en el Círculo Cultural Guipuzcoano. Allí coincidió con escritores como Luis Martín Santos o con el poeta Gabriel Celaya. En 1953, se afilió al clandestino PCE y finalizó sus estudios de Derecho en la Universidad Complutense, donde se forjó como activista contra la dictadura franquista. La lucha salió cara: en cuatro ocasiones fue a parar a las prisiones de Burgos y Carabanchel.
Tras diez años en el PCE se acercó al PSOE, tal vez por la influencia de Antonio Amat y Ramón Rubial. Su ascenso llegó en el congreso de Suresnes, en 1974. Fue uno de los muñidores del pacto entre los socialistas vascos y andaluces que encumbró a Felipe González. Su devenir político quedó ligado desde entonces al líder socialista con el que, sin embargo, acabó mal. Pese a que se creía con méritos políticos e intelectuales más que de sobra, fue relegado de los primeros gobiernos socialistas. Tuvo que esperar hasta 1988 para ser ministro de Justicia, responsabilidad que ejerció hasta 1991. Dejó el cargo de mala gana y es uno de los pocos casos en que ha trascendido que se quejó ante el presidente del Gobierno de su destitución.
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A partir de ahí, se alineó, más por despecho hacia González que por devoción hacia Guerra, con los 'guerristas'. Y aunque mantuvo una línea crítica con la dirección del partido, su trayectoria y el escaso interés en desatar nuevos conflictos permitieron que siguiera presentándose a las elecciones en la lista del PSOE de Guipúzcoa.
Nadie pensó que podría volver a primera línea, cuando en 2000 recibió la llamada de Aznar, con el que mantenía una fluida relación. Los socialistas están convencidos de que fue el miembro del PSOE que más visitó la Moncloa en los ocho años de mandato del PP.
El 15 de junio de 2000 y con el beneplácito, dicen que obligado, del PSOE inauguró su periplo como Defensor del Pueblo. Antes, devolvió al partido su carné socialista para, dijo, no estar contaminado en su gestión.
Durante esos diez años, la izquierda y los nacionalistas pusieron en solfa algunas de sus decisiones hasta el punto que, en 2006, IU y ERC, en una solicitud nunca vista en el Congreso, reclamaron sin éxito su cese y reprobación parlamentaria por el recurso que interpuso Múgica ante el Constitucional contra el Estatuto de Cataluña. Llegó a decir que el marco de autogobierno de Cataluña podría convertirse en el «preludio» de la «ruptura de España».
También se le reprochó que en 2000 no cuestionase la Ley de Extranjería del Gobierno de Aznar. Una norma a la que el Constitucional tumbó varios artículos porque limitaba los derechos de reunión y asociación de los inmigrantes. El Defensor del Pueblo también se mostró crítico con la Ley de Memoria Histórica que impulsó el Gobierno porque podía ser utilizada por «manipuladores de la discordia» para reabrir las heridas de la Guerra Civil.
En medio de esta tormenta resurgió una información que aumentó el oleaje. Jordi Pujol reveló que Múgica habló con él en el verano de 1980 para preguntar «cómo veríamos que se forzase la dimisión del presidente y su sustitución por un militar de mentalidad democrática». Un comentario que vino a confirmar que «enredó» en las vísperas del 23-F con algunos de los militares de la asonada. Múgica, como antes, negó su participación en los preparativos de la intentona golpista.
Los recelos políticos que suscitaba su figura no se correspondían con la opinión ciudadana. Según el barómetro del CIS de aquel momento, el Defensor del Pueblo inspiraba más confianza entre los españoles que el Gobierno, el Congreso, el Senado o el Tribunal Constitucional.
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