Daniel Innerarity
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Daniel Innerarity
'La libertad democrática', el último ensayo de Daniel Innerarity (Bilbao, 1959), llega a las librerías en un contexto internacional -antes la pandemia, ahora la guerra en Ucrania- que agudiza nuestros retos y dilemas y en puertas de un largo ciclo electoral que maniatará la ... política española. El filósofo, que responde desde la Florencia amarrada al tópico de su belleza, se afana en desmontar algunos lugares comunes.
-Si la democracia, como describe al comienzo del libro, constituye «una forma diletante de administrar la impotencia», ¿la política es una herramienta condenada a darse contra la pared?
-En su formato actual, la política administra el estancamiento. Transforma muy poco, sobre todo si la ponemos en relación a las crisis que tenemos delante. Contamos con muchos medios para obtener fines. Pero la política sigue siendo la determinación de los objetivos. Que seamos muy eficaces en la razón instrumental puede ser perfectamente compatible con que seamos incapaces de ponernos de acuerdo, situarnos en la dirección correcta e identificar cuáles son los objetivos a cuyo servicio hay que colocar la Administración, la tecnología, los datos…
-¿Está en crisis la democracia? ¿La política? ¿Ambas?
-Está funcionando peor la política que la democracia. La democracia, entendida como la posibilidad de abrir debates, contestar las decisiones públicas… está relativamente al alcance de cualquiera. Lo que no funciona tan bien es la política; la capacidad de, con nuevos actores y nueva agenda, producir cambios reales y eficaces. Es la crisis de una política muy deficiente.
-¿Y a qué lo atribuye?
-Es una cuestión de cultura política. Hay un modo de actuar ahora que refleja una ruptura entre el principio de realidad y el principio de placer. Es decir, hay actores políticos que gestionan muy bien las promesas, las aspiraciones… y hay otros que llaman la atención sobre los límites, los condicionamientos. Esa ruptura es insatisfactoria y explica, por ejemplo, la incapacidad para transaccionar. Enseguida aparece en las distintas familias políticas lo que yo llamo 'el partido carabina': ese sector más radical que no combate al adversario, sino al cercano, para impedir rebajas en las aspiraciones máximas. Por eso entendemos el compromiso con el adversario como una traición.
-Sostiene que no es que haya crisis, sino que éste es un mundo crítico. ¿Vivimos una época angustiosa bajo el bienestar?
-La sensación subjetiva puede ser de una relativa seguridad, porque individual y colectivamente nos estamos fijando en lo más inmediato. Pero si examinamos ciertas tendencias -especialmente la del cambio climático, pero no solo- y las medidas completamente insuficientes, tenemos motivos para preocuparnos.
-Otra tesis que desmiente es la de que la polarización y los discursos del odio están poniendo en peligro la democracia.
-Eso se entiende si comparamos una situación de odio estable en una democracia con un conflicto bélico, en el que puede no haber odio pero la situación es muchísimo peor. Lo que hacen las democracias es transformar la violencia en ruido; y algunas veces, el odio verbal funciona como sustituto de la violencia. Se leen cosas terribles en las redes sociales. Pero no son el preludio de lo que anuncian, sino un mensaje que se agota en esa pulsión. Quizá lo más significativo ahora es que la multiplicación de actores e intereses está complicando muchísimo la política.
-Estamos ante la semana de la moción de censura de Vox. ¿Cómo tiene que afrontarla el resto del arco parlamentario?
-Primero, yo diría que una moción de censura es una cosa muy seria, aunque ni siquiera Vox se la esté tomando en serio porque sabe que no tiene ninguna viabilidad y ha elegido a un candidato contradictorio con su propia ideología y estrategia. Segundo, esto interpela al PP, porque el resto de los partidos pueden utilizarla para marcar territorio frente a un extremismo que les resulta -entiéndaseme bien- cómico. El PP tiene la responsabilidad de hacer lo que hizo Pablo Casado en la anterior moción: marcar un perfil ideológico propio.
-¿Se equivoca Feijóo, por tanto, al optar por la abstención?
-Es absolutamente incomprensible. España necesita un partido liberal conservador y eso es completamente distinto al conjunto de familias esperpénticas que se reúnen en torno a Vox para vehicular un hartazgo. El PP debería aprovechar para señalar, con independencia de las coaliciones que quiera hacer en el futuro, que tiene una ideología homologable a las grandes familias democristianas de Europa.
-¿Y hay sitio para todos? ¿Para un centroderecha y una derecha extrema? ¿Para esa especie de tercera vía de Yolanda Díaz entre el PSOE y Podemos?
-El paisaje político está cambiando tanto que no estamos en los bloques clásicos, sino ante combinaciones muchísimo más sutiles. Díaz representa un intento de llegar a votantes que, probablemente, Podemos no iba a alcanzar. El asunto es que eso sea capaz de agregarse en una opción que no disgregue el voto, sino que lo aumente. Que sume.
-¿La «hipermoralidad» de la izquierda a la que alude en su ensayo está detrás de la quiebra en torno a las leyes feministas del Gobierno como la del 'sí es sí'?
-Me sonaron las alarmas cuando se planteó el debate sobre un feminismo liberal. Vi una patrimonialización por un sector del feminismo que lo entendía de una manera muy excluyente. Y el feminismo será tanto más eficaz cuanto más transversal sea. El PP o Ciudadanos tienen una concepción que no coincidirá con la mía, pero que suma en una cuestión como la igualdad que no se consigue sólo con medidas legislativas, sino que pide cambios sociales muy profundos. Podemos discutir mucho sobre cómo tratar esto desde el punto de vista penal. Pero es una ilusión pensar que las relaciones en las que se va a formular o reformular una idea del consentimiento más exigente se resuelven con medidas legislativas. Esto requiere generar una conversación entre hombres y mujeres diferente; algo muchísimo más ambicioso.
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