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En el mundo actual necesitamos imaginar lo cotidiano como novedad. Es una consecuencia cultural de nuestra mirada moderna de las cosas. Cada semana hay un partido o un debate del siglo; casi cada día se anuncian los albores del fin de la existencia colectiva. Luego, ... no suele pasar nada, o no tanto como se preveía. Así fue el debate de ayer en el Senado: ni Sánchez demostró que Feijóo no sabe de lo que habla, ni este dejó en evidencia que aquel no merezca estar donde está.
Los dos se aplicaron a meter el dedo en el único ojo posible: en el de las contradicciones de quien está haciendo y en el de las equivocaciones («meteduras de pata») de quien se quiere hacer un hueco proponiendo o criticando. ¿Cómo se hace eso? Con la mejor de las mentiras: con la mitad de cualquier verdad. Se afirman resultados entre fechas elegidas aposta, se comparan guarismos y porcentajes abstrayéndose de circunstancias extremas que impiden hacerlo o se repiten declaraciones literales obviando el contexto, el principio o el final de la frase.
El presidente explicó lo que hace con gravedad, abundancia y rigorismo, como si otra posibilidad alternativa fuera imposible o desacertada. Su primera intervención fue el magro: se aplicó al tema e hizo los nuevos anuncios (ayudas a la industria y extensión de la excepción ibérica a la cogeneración gasista). El candidato explicó que él también tiene un plan, de ocho bloques y 59 apartados. Luego pasaron al lío: que si me insultas, que si gobiernas con enemigos de la patria, que si cenizo, que si iluso. Lo que se evitó, se encargó de sacarlo el otro: ETA, CGPJ y hasta la ubicua y oculta presión de los poderes poderosos.
En un momento se ofrecieron cooperación, pero al imposible precio de cambiar radicalmente de política, de aliados y hasta de bases sociales. Lo habíamos oído ya en los debates Sánchez-Casado. Nada nuevo. El presidente, al contar con más tiempo, se permitió incluso explicarnos por qué los acuerdos entre los dos grandes partidos son una quimera: no hay rigor, no hay reconocimiento del otro y defiende a los poderes poderosos. Pero, rectificando esa suficiencia que le han señalado como su peor enemigo, reconoció que algunas propuestas de la oposición, las menos, las estudian y las implementan (que se dice).
En resumen: como espectáculo, flojo; como avance político, irrelevante. Sin embargo, deberían asumir con más convicción, sinceridad y lealtad que hay espacios para algún encuentro, que en algunas medidas importantes -las novedades anunciadas ayer, por ejemplo- no difieren. Eso generaría alguna confianza en la ciudadanía, que entiende a la vez que las políticas generales de izquierda y de derecha son opuestas. Se distinguiría así una política eficaz de una parapolítica estéril y nada atractiva. Eso sí, el escenario y los procedimientos no pueden ser ni el teatro parlamentario ni las verdades a medias, sino el sofá del despacho, la discreción del acuerdo y la gestión compartida de este.
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