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La normalización política se va abriendo paso en Cataluña siete años después de los hechos de octubre de 2017. El independentismo ha perdido la mayoría social, parlamentaria y el Govern y el nuevo presidente de la Generalitat, Salvador Illa, intentan pasar página a lo que ... él mismo calificó como la «década perdida del 'procés'».
Y esta semana ha podido colgarse una medalla. El consejo de administración del Banco Sabadell decidió volver a situar su sede en Cataluña, después de siete años en Alicante. Tras el referéndum del 1-O, miles de empresas catalanas trasladaron sus domicilios sociales fuera de Cataluña. Ningún sector como el empresarial se tomó tan en serio el desafío secesionista.
El Gobierno y el Govern catalán han sacado pecho con la decisión de la entidad financiera vallesana. Más allá de las razones que tienen que ver con una estrategia de defensa ante la opa lanzada por el BBVA, en Moncloa y en el Palau de la Generalitat han vendido la decisión del banco catalán como un síntoma de que Cataluña ha regresado a la normalidad. También los sectores económicos, como la patronal Foment, lo han visto así. Faltan, eso sí, miles de regresos. Entre ellos el de la joya de la corona: CaixaBank.
Moncloa ha vendido también como una muestra de normalidad la presencia de Illa en el acto de entrega de despachos a los nuevos jueces, con el Rey y toda la cúpula judicial, después de nueve años de ausencia. Hace unos años, este mismo acto se celebró sin la presencia de Felipe VI por decisión de Pedro Sánchez para evitar disturbios. El jueves pasado no hubo ni un manifestante ante la presencia del jefe del Estado en Barcelona.
El independentismo no tiene la fuerza de antaño para impulsar un nuevo 'procés'. Pero sí tiene la fuerza suficiente para condicionar los gobiernos tanto el español como el catalán. El secesionismo se resiste a dar por normalizada la situación política. Incluso Puigdemont y Junqueras han intentado rehacer puentes, aunque luego Rufián y Nogueras conviertan el Congreso en un cuadrilátero donde ERC y Junts ajustan sus cuentas. Hasta la ANC ha tenido que asumir que la situación para el secesionismo es de bajada y que mientras no haya mayoría en el Parlament no puede reactivarse ninguna hoja de ruta.
«No tengo el estómago para más montañas rusas», dice en privado un dirigente secesionista, de los que fueron condenados por el 1-O, cuando se le pregunta por el momento que vive el independentismo y si es probable que vuelvan a tirarse al monte. Los independentistas se han resistido a reconocer que el movimiento empresarial sea fruto del proceso de normalización política. El secesionismo ha mantenido un calculado silencio toda esta semana en torno a la decisión del banco catalán. Sobre todo Junts, que trata de recuperar su alma de centro derecha y de aliado del mundo empresarial. Un plan para el regreso de las empresas catalanas formaba parte, de hecho, del acuerdo de Bruselas suscrito entre el PSOE y Junts a cambio de investir a Sánchez.
Pero el expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, arremete contra los socialistas cada vez que habla por intentar vender el discurso de la normalización política. Puigdemont es a día de hoy el principal foco de inestabilidad para la política catalana. Sigue huido en Waterloo siete años después y a la espera de ser amnistiado. Cada vez que puede recuerda al PSOE que Junts invistió a Sánchez a cambio del reconocimiento de un «conflicto» político y de la constitución de una mesa en Suiza para su resolución. Y que, por tanto, si hay «conflicto» no puede hablarse de normalidad.
Los socialistas se han topado de bruces con esta realidad en el Congreso y en el Parlament. Podía ser un signo de normalización política que Junts entrara en el juego de la gobernabilidad española. Pero su participación, precisamente, no está siendo para dar estabilidad al Gobierno. Lo mismo le está ocurriendo a Illa. La decisión de los republicanos de investirle como presidente de la Generalitat anticipó el fin de los bloques del 'procés' en el Parlament y esbozó un intento de nuevo tripartito de izquierdas. Sin embargo, ERC, tras un congreso interno muy convulso que ha dejado el partido quebrado, está echándose para atrás. Se niega a negociar los Presupuestos de la Generalitat e Illa, que trata de imponer un estilo sereno, va a tener que gobernar (no lleva ni un año) con una minoría parlamentaria muy precaria.
Con el agravante de que ni siquiera puede poner en marcha su programa, toda vez que su acción de gobierna está determinada por las condiciones que ERC le puso para la investidura. Illa tiene que negociar, por imposición republicana, una financiación singular en la que no creía y si el Gobierno y Junts llegan a un acuerdo podría tener que asumir las competencias de inmigración, que ni siquiera ha pedido.
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