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Entra Feijóo por la derecha. Comparte color de traje con Abascal, sentado en su esquina. Aplausos de pie de su bancada, pero tibieza en Vox, del que el PP no espera ninguna sorpresa en la primera votación, cuando su negativa no tendría mayor consecuencia. El ... comienzo del pleno de investidura es casi inmediato, y puntual. El candidato empieza con ironía, como si prometiera amnistía y referéndum a los independentistas catalanes. Le acercan un par de botellas de agua a Montero y Garzón. Tragan grueso con la primera frase.
Nadie usa pinganillo para escucharle, ni en las bancadas de Bildu siquiera, aunque una pantalla reproduce en texto su alocución. Feijóo apela a la sátira y les llama luego «cámara de karaoke». Los diputados bilingües no necesitan traducción especial para revolverse en sus asientos cuando Feijóo revela que Puigdemont le prometió su apoyo a cambio de lo mismo que le exige a Sánchez.
Una primicia, a juzgar por la reacción de Rufián, que se lleva las manos a la cara. Gestos similares en Junts y los nacionalistas vascos, uno de sus diputados incluso saca un abanico y se da aire, ante la afirmación de «¡Tengo los votos!» de Feijóo. Principios y honestidad, repite. Ocho horas después, Junts no le desmentirá en su turno de palabra.
Fuertes palmas llegan a continuación, cuando compara su firmeza con la que hubiese tenido -asegura el candidato- Suárez, González, Aznar e incluso Zapatero. Pero el audímetro se romperá, con golpes en las maderas incluso, cuando increpe a Junts y PNV: «¿Les han votado para aplicar las políticas económicas de Podemos?». Las preguntas retóricas tienen una debilidad. Pueden ser respondidas y contradecir con un grito.
-¿Se puede gobernar en minoría?
-Sí -grita uno por la izquierda. Era el preludio de lo que vendría.
En la tribuna pública escuchan los presidentes autonómicos del PP, comandados por Moreno Bonilla, en primera fila, y Ayuso, en la última. En medio Fernández Mañueco y López Miras, entre otros. Cierran filas en torno al líder. La presidenta de la Comunidad de Madrid rompe su aparente indiferencia cuando Feijóo reclama la «independencia fiscal» de la capital del reino. Igual cada barón con el tren de Extremadura o la solución para el Mar Menor de Murcia. Pero la segunda parte del discurso de casi dos horas, con políticas concretas de Gobierno, emociona menos, y las promesas territoriales apenas ganan un aplauso aislado o ninguno.
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Durante el discurso, un edecán entra en la sala con una gran carpeta amarilla. La lleva a las manos de un ministro. Hay cosas que no pueden esperar. Quizá se preparaba una réplica con cifras que nunca llegaría. A medida que se alarga, la ministra portavoz Rodríguez se va deslizando en su asiento y está al filo cuando Feijóo dice: «Soy un presidente de fiar».
Atrás, en el gallinero, Álvarez de Toledo aplaude con entusiasmo a las referencias a Cataluña. Cuando el líder del PP termine su discurso, a las 13:49, los suyos aplaudirán de pie durante dos minutos pero no lo hará Ayuso ni Moreno Bonilla ni los otros presidentes autonómicos porque el protocolo impide hacerlo desde la tribuna de invitados. El primero en sentarse será Semper.
En la recta final Feijóo mira a Sánchez para hablar de la necesidad de que «los dos grandes partidos se entiendan» con una «comunicación fluida». En respuesta, el desprecio que llega a las 15:36. La réplica llega con Óscar Puente, cabeza de lista más votada de Valladolid, y no con Pedro Sánchez ni otro peso pesado socialista. Otra sorpresa de las que gusta al presidente en funciones. Un as bajo la manga como si convocara elecciones.
Las palabras de un segunda fila del partido encantan a Sánchez que llega a aplaudirle de pie cuando deja caer una idea que –perdón por la hipérbole– se reduce al axioma: «El pueblo es Sánchez». También mira al techo cuando Puente saca un tema al que él mismo renunció en el debate, la foto aquella de Feijóo en los mares de Galicia.
Su gesto destinado a ridiculizar la investidura –también por el tono de Muchachada Nui– desata otras bajezas. Sánchez no mueve un músculo cuando le gritan «cobarde», «macarra» y otras lindezas. El debate se rompe por el irrespeto. Desde la tribuna y desde los escaños.
Antes del espectáculo en que se convirtió el pleno -y que lograría reconducirse al final-, en la calle no había entusiasmo alguno. Una veintena de personas se reunía tras las vallas policiales para protestar por el medio ambiente –e increparían a López Miras por el Mar Menor–. En la acera del frente del Congreso, otro grupo ondeaba una sola pancarta: «Diputados socialistas, ¿os sentís españoles?». A la salida de Ayuso –que subiría el tono al hablar de «ataques xenófobos»– la aclamarían: «¡presidenta, presidenta!».
Tras las rejas, en el patio llegaban los políticos cerca de las 12 h. Entre las primeras, las ministras Belarra e Irene Montero. Ante las cámaras confesaron que querían intervenir y que Yolanda Díaz no las dejó. Ese aislamiento se escenificaría dentro del Parlamento. Ambas entraron con el lugar casi vacío y se sentarían en sus respectivos sitios sin cruzar palabra con sus compañeros de Gobierno o de partido (también serán las que se marchen primero sin mirar atrás). Por el contrario, Díaz y Garzón, cabeza de una Izquierda Unida que quiere ahora marcar perfil propio, se quedarían de pie junto a los estrados, mostrando sintonía entre ellos y los demás diputados socialistas y ministras como Margarita Robles.
A un par de escalones, Carmen Calvo parece esperar su segunda oportunidad en el liderazgo de la causa feminista. Este tema tendrá poquísimo tiempo en el debate. Feijóo lo resumirá en otra pregunta: «¿Qué se gana con señalar a un partido o a todos los hombres?».
En la tribuna, algunos ángeles caídos, como Vara y Suárez Illana -que acompañará a Feijóo al abandonar el hemiciclo-, se preparan para apoyar a sus líderes y el presidente en funciones llega sin levantar polvo. Saludos con la mano y esa cualidad suya de pasar de la gran sonrisa a las mandíbulas apretadas, mientras de pie intercambia comentarios con Patxi López. Preferirá ser un espectador.
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