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DAVID GUADILLA
Domingo, 17 de octubre 2021, 00:16
El 20 de octubre de 2011 Lourdes Oñederra salió de casa pensando que las calles de San Sebastián serían una fiesta, que habría «ambiente de tamborrada» porque lo que había sucedido era «para lanzar fuegos artificiales». A las 19.00 horas de aquel jueves ETA anunciaba el «cese definitivo» de su actividad terrorista. Aquel comunicado sellaba el final de cinco décadas de dolor. La sociedad vasca se desprendía de un lastre que había condicionado su vida, derramado sangre en su nombre, generado dramas y limitado su crecimiento. Era un día para la historia, pero no se convocaron los grandes festejos que preveía la escritora y lingüista donostiarra. Hubo alivio, sobre todo en los hogares de las más de 1.400 personas que en aquel momento seguían con escolta en Euskadi y Navarra; y creció un deseo generalizado, que aquello fuese el principio de un futuro esperanzador. Pero el momento histórico discurrió con relativa normalidad. Como si se diese por descontado, como si desde el minuto uno se quisiese pasar página.
Diez años después de que desapareciese lo que Ander Gurrutxaga define como «un enorme tapón» que bloqueaba todo, la sociedad vasca avanza a trompicones para superar su propia historia. La imagen de tres encapuchados puño en alto con txapela diciendo que dejaban de matar ya entonces parecía anacrónica; hoy semeja una reliquia arqueológica y forma parte de un pasado que, por fortuna, no tiene visos de volver. La paz está aparentemente consolidada. Los conflictos son, en su mayoría y con sus propios matices, los que se viven en otras sociedades. «Hay una radicalización de la normalidad. Se demostró que nuestros problemas no tenían nada que ver con lo que decía ETA», afirma el catedrático de Sociología de la UPV/EHU.
Quizá la mejor forma de comparar la Euskadi de 2011 con la de 2021 es recordar algunos datos que hoy parecen imposibles pero que formaron parte de la cotidianidad vasca durante décadas. Un informe elaborado por el Gobierno de Iñigo Urkullu hace dos años señalaba que alrededor de 3.300 personas tuvieron que ser protegidas entre 1990 y 2011. Y eso sin contar a policías y militares. Eran políticos, jueces, empresarios, periodistas, profesores, intelectuales, pequeños comerciantes...
ETA les consideraba «enemigos del pueblo vasco» por, básicamente, rechazar su totalitarismo. Iban acompañados por sus escoltas. Aquellas figuras que acabaron formando parte de un paisaje extrañamente normalizado han desaparecido. Eran sus sombras. Y, probablemente, ese es uno de los grandes logros de estos diez años, que esas sombras ya no están. «Se va más lento de lo deseado, parece que no se ha hecho nada, pero se han dado saltos cualitativos», recalca Gurrutxaga.
«Era como ver las cosas en blanco y negro y ahora verlas en color». Isatxu Fernández fue concejal del PSE en Balmaseda y forma parte de ese porcentaje de personas que no tiene dudas sobre cómo ha cambiado en esta década, si no Euskadi, al menos su vida. «Estuve diez años con escolta, sin poder salir solo a la calle. Únicamente me sentía libre cuando me iba a otra comunidad. Y la libertad es esto, es la ausencia de miedo y poder desarrollar una vida». No todos lo ven así. Eduardo Andrade, concejal del PP, no cree que la sociedad haya cambiado tanto: «Es verdad que no tengo miedo a que me maten, pero la presión social sigue existiendo, sobre todo en los pueblos. Hay una impunidad».
La Euskadi de 2011 era en la que hasta los ertzainas pedían poder ir armados fuera de servicio. La Policía vasca se convirtió durante años en un objetivo prioritario. El acoso a los agentes se hizo habitual. Muchos se trasladaban a vivir a otras comunidades para evitar la asfixia social. «Había compañeros que les decían a sus hijos pequeños que tenían otras profesiones», recuerda Alfonso Sánchez, más de tres décadas en la Ertzaintza y miembro de Erne. La Euskadi de 2021 es la que a «compañeros de las últimas promociones todo esto les suena a cuento chino. Gente que entra con 22 años, que cuando ETA dejó de matar tenía 11 y a la que nadie le ha explicado lo que ocurrió».
María Silvestre comparte que ahí persiste un problema. «Las generaciones más jóvenes desconocen nuestro pasado más reciente. Debemos hacer un esfuerzo por transmitir lo ocurrido para que no caiga en el olvido». Pero, aun así, la directora del Deustobarómetro es optimista respecto a cómo ha evolucionado la sociedad vasca. «Han cambiado sus valores, sus preocupaciones, sus prioridades. Ha cambiado la vivencia de la libertad. Está menos crispada, expresa emociones y transmite mensajes que hace veinte años no eran posibles».
Algo menos optimista se declara Fernando Savater. El filósofo donostiarra, uno de los impulsores de los movimientos cívicos que se enfrentaron a la izquierda abertzale y al nacionalismo en su conjunto, admite que el «final de la amenaza ha relajado las cosas y hay un alivio social». Pero, a su juicio, es evidente que sigue habiendo amenazas -los insultos y agresiones que varios militantes del PP han recibido en los últimos años- y un «estigma»: «Que los enemigos del pueblo vasco son aquellos a los que mataron y los que mataron siguen siendo los chicos más majos de la clase».
Oñederra reconoce que la sensación que tuvo aquel 20 de octubre de 2011 al salir a la calle en San Sebastián, esa falta de entusiasmo generalizado, fue una señal. «Claro que es positivo que ya no se mate, pero no se está haciendo un viaje moral», sostiene. El terrorismo construyó dos sociedades en Euskadi: la de los que sufrían y vivían con miedo y otra que, aun en el mejor de los casos y empatizando con las víctimas, no veía su día a día afectado. Y, según Oñederra, en esas seguimos más o menos. «Están los que piensan que para qué hablar de ello, que son ganas de amargar». La escritora y miembro de Euskaltzaindia no oculta su desazón. «No hemos mejorado, sino algo peor; no sé cómo llamarlo, es algo más miserable, más perverso, más mezquino... Estamos edificando en falso». Oñederra, en todo caso, sí ve algo de luz al final del túnel. «Mi esperanza son las películas y las series que se están haciendo en los últimos tiempos», confiesa.
El final del terrorismo, cuyo capítulo final se produjo en 2018 cuando ETA anunció de forma oficial su disolución, ha provocado un aluvión de creatividad televisiva y cinematográfica sobre la violencia. Películas sobre el terrorismo también se hacían mientras la banda existía, pero esa tendencia se ha acelerado. La importancia que les da Oñederra es que esas historias pueden ayudar a construir el relato de lo que aquí sucedió. Y no solo en una dirección.
El éxito de 'Patria' o de 'Maixabel' ha ido acompañado de la presentación de otros trabajos sobre la 'guerra sucia'. 'Non dago Mikel?', sobre la desaparición y muerte de Mikel Zabalza, es un buen ejemplo. ¿Pero tienen ese efecto? «Poco a poco se van expresando emociones y se van contando cosas que tienen buena recepción», afirma María Silvestre, quien alude al trabajo de Icíar Bollaín. «Nunca había asistido a un silencio tan atronador al terminar de ver una película», cuenta.
«Que se hagan estos trabajos es por sí solo bueno. Llega la ficción porque se están cicatrizando las heridas». Diego San Juan fue, junto a Borja Cobeaga, uno de los creadores de 'Vaya Semanita', un programa precursor en la 'desacralización' del terrorismo. «No fuimos unos valientes, sino unos inconscientes», subraya con ironía. A su juicio, la ficción tiene una enorme importancia porque «las futuras generaciones van a saber lo que ocurrió gracias a las series y las películas».
Una tesis que comparte Ramón Barea. El actor bilbaíno es uno de los mejores ejemplos de cómo ha evolucionado la forma de tratar el tema de ETA antes y después del terrorismo. Barea fue uno de los protagonistas de 'La fuga de Segovia' en 1981. «Había mucha tensión. La rodamos en un colegio de Tolosa y la Guardia Civil venía a custodiar las armas con las que hacíamos las escenas. Y eso que eran de efectos especiales. Estaba claro que era un terreno resbaladizo». Más de tres décadas después participó en 'El negociador' y 'Fe de etarras', dos películas que analizaban en clave de humor el proceso negociador de 2006 y las vivencias de un delirante comando etarra. «Se ha dado un salto muy grande -apunta-. Y la razón es no tener el aliento en nuestro oído de lo que podía pasar».
El cese de la violencia también ha servido para acentuar una tendencia positiva: convertir Euskadi en un destino turístico, algo que a mediados de los noventa, cuando emergió el lema de 'Euskadi, ven y cuéntalo', era inimaginable. La atracción del País Vasco, en todo caso, comenzó antes y tuvo un punto de inflexión con la puesta en marcha del Museo Guggenheim en 1997. Dos años antes de su apertura habían llegado 986.000 visitantes a los tres territorios. En 2011 la cifra ya se había elevado hasta los 2,2 millones y el turismo representaba el 5,3% del PIB vasco. Solo un mes antes de que se declarase el estado de alarma y todas las previsiones saltasen por los aires, el Gobierno vasco anunciaba que el número de viajeros había ascendido a 3,8 millones y el sector ya representaba el 6,1% del PIB.
«Es indudable que todo ha cambiado. El fin del terrorismo nos ha puesto bonitos en el mapa. Ha hecho real algo que antes era impensable, que mayoristas y 'touroperadores' nos hayan incluido en sus paquetes», afirma Álvaro Díaz-Munío, presidente de Destino Bilbao, la asociación que engloba a los establecimientos hoteleros de la capital vizcaína. La Euskadi de 2021 es la que recibe cruceros con miles de visitantes.
El turístico es, posiblemente, uno de los nichos económicos al que mejor le ha venido el nuevo tiempo. Y con él, al conjunto del sector servicios, que hace ya tiempo reemplazó a la industria como el principal pilar de la economía vasca. Hay un dato que indica que las cosas van en la buena dirección. La existencia de ETA siempre fue un repelente para la inversión extranjera. ¿Ha habido algún cambio? Según los datos del Ministerio de Industria, Comercio y Turismo, la inversión extranjera en Euskadi en 2011 fue de 528 millones. El año pasado, en plena pandemia, se elevó a 869 millones. El clímax se alcanzó en 2017: 2.691 millones. En los últimos años el 'Financial Times' ha llegado a calificar a Euskadi como una zona interesante para invertir.
Los datos son buenos, pero, como todos, relativos. Por varios motivos. Uno de ellos es que, incluso en años en los que ETA todavía mataba, el capital que llegaba al País Vasco también era elevado. En 2004, por ejemplo, superó los 1.700 millones. A eso hay que añadir que «el daño económico generado por ETA fue inmensamente alto», según señala Luis Ramón Arrieta. Colaborador del Centro de Ética Aplicada de la Universidad de Deusto y exdirectivo de varias empresas, lleva varios años analizando el impacto del terrorismo en la economía vasca y alerta igualmente sobre el riesgo de una posible complacencia en el diagnóstico postETA: «Tenemos la sensación de que vivimos bien, pero hay un problema económico estructural muy gordo y se necesita un plan global de transformación».
Convertida en una losa, la existencia de ETA fue un lastre para la economía y el empleo durante décadas. «Hubo un considerable daño, la izquierda abertzale no ha reconocido lo injusto de lo que hicieron...», comparte el director del Círculo de Empresarios Vascos, Enrique Portocarrero. Y el perjuicio fue diverso. Se perdió 'stock' de capital, inversiones que nunca se llevaron a cabo y algo menos tangible pero quizás más importante. «Se perdieron vocaciones empresariales y se sigue sin reconocer el valor social del empresario», precisa Portocarrero, quien recalca que aún quedan cosas por hacer. Por ejemplo, una mejor fiscalidad.
Entre los empresarios más veteranos también hay una doble sensación; entre el recuerdo personal y la confianza en que las cosas vayan a mejor. Sabin Iza era el presidente de los empresarios alaveses (SEA) cuando ETA mató en 2000 a José Mari Korta, su homólogo en la patronal guipuzcoana. «Estuve con él diez días antes de que lo asesinaran y me dijo: 'Sabin, tengo miedo'. Yo estuve más de cinco años con escolta y a mí nadie me ha pedido perdón. Mucha gente no tiene conciencia de lo que se sufría. Quedan muchas secuelas». Pero admite que el fin del terrorismo, estos diez años, han generado «un momento dulce». «Hay una revitalización de la economía -agrega-. Ahora ya solo se piensa en el proyecto».
La pregunta es cómo será Euskadi dentro de otros diez años. «Que no se curen las heridas sin desinfectar. Los silencios no llevan a ningún sitio», recalca Oñederra. «Para mí, la imagen de este momento es el ramo de flores rojas con una blanca en el centro que aparece en 'Maixabel'. Representa el futuro que tenemos que construir entre todos», enfatiza Ramón Barea.
«La sociedad vasca está menos crispada, expresa emociones y transmite mensajes que hace veinte años no eran posibles»
«El final de la amenaza ha relajado las cosas y hay un alivio social. Pero los que mataron siguen pareciendo los chicos más majos de la clase»
«Claro que es positivo que ya no se mate, pero no se está haciendo un viaje moral. Los silencios no llevan a ningún sitio»
«Se demostró que nuestros problemas no tenían nada que ver con lo que decía ETA. Hay una radicalización de la normalidad»
«La imagen de este momento es el ramo de flores rojas con unablanca en el centro que aparece en 'Maixabel'. Representa el futuro»
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