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José Carlos Rojo
Martes, 13 de febrero 2024, 09:17
En el barrio Monte Cerredo, en Castro Urdiales, ayer la vida había recuperado la normalidad, o al menos eso parecía. Ni rastro de los uniformados de la Guardia Civil que durante la pasada semana habían acordonado el acceso al garaje donde el pasado miércoles siete ... encontraron el cuerpo de Silvia López Gayubas, de 48 años; ni de los medios de comunicación que aguardaban apostados en todas partes. La única prueba de que el lugar había sido escenario de un crimen atroz hacía escasos cinco días era el precinto que el instituto armado mantiene en la puerta del chalet número 3, donde sucedieron los hechos.
Los vecinos continúan esquivos, cumpliendo el voto de silencio. Unos han declarado ya como testigos ante la Guardia Civil sobre lo que vieron y oyeron la noche de los hechos, y siguen el consejo de los investigadores para mantenerse alejados de la Prensa. Otros aguardan con impaciencia que llegue el día en que puedan olvidar este episodio negro; y una forma de contribuir a ello es no comentarlo. «Nadie va a querer hablar, te lo digo», advierte la única vecina que sí accede a atender a este periódico. «Os atiendo fuera», dice, nerviosa. Su adosado está muy cerca del número 3, donde la fallecida residía con su marido y sus dos hijos adoptivos, de 13 y 15 años.
«La tarde de lo sucedido se escuchó una fuerte discusión, que como se ha dicho fue debido a unas calificaciones del colegio», corrobora esta residente, que prefiere el anonimato. No era algo raro porque «las discusiones eran frecuentes; pero tampoco llamaban especialmente la atención porque sucede como en todas las familias, supongo». Nunca escuchó «palizas», «ni nada que se le pareciera». «Eran las riñas normales que puede haber en todas las casas»; pero aquella tarde fue distinto.
«Escuché muchos golpes, muchos y muy fuertes. Al principio pensé que estarían moviendo algún mueble; pero luego entendí lo que había pasado», cuenta con prudencia. Eran sonidos que se oían desde la planta baja de la casa, y que iban descendiendo las escaleras, hasta el garaje donde los menores, según su declaración, cargaron con su madre adoptiva una vez muerta. Ningún vecino vio nada. «Es imposible descubrirlos porque cada casa tiene unas escaleras privadas para descender hasta los coches», explica esta mujer. El resto de la historia es ya conocida.
Comienza con el intento de los hermanos por arrancar el coche con el cadáver amordazado en el asiento de atrás, su accidente en el mismo garaje y la huida posterior. La llamada que les hizo su abuela, la coartada usada por ellos, que denunciaron su secuestro y el descubrimiento del cuerpo. Las primeras sospechas de que pueda tratarse de un crimen machista -descartadas al instante porque el marido estaba trabajando en una fábrica de Álava-, y el dispositivo de búsqueda montado por la Guardia Civil, que terminó con la detención de los menores, pasadas las dos de la madrugada, en el parque Cotolino, donde se escondían.
Al pensar de nuevo en todo ello esta vecina casi se emociona, y parece que se le desbordan los nervios. «Todavía estamos que no nos lo creemos. Es impensable lo que ha pasado», reflexiona. Nadie imaginó que esos chavales fueran capaces de lo que hicieron. «Son muy delgaditos y modosos. Es muy raro todo lo que ha sucedido», añade; aunque reconoce que no se relacionaban mucho con el resto de gente. «No son unos niños que verás en un parque jugando con otros», apunta. Cuenta que su vida era muy familiar: «Del colegio a casa y de casa a la iglesia». Poco más.
Precisamente en el colegio Menéndez Pelayo, en La Loma, ayer las persianas estaban cerradas a cal y canto. La semana es no lectiva por los carnavales . Allí el chico de 15 años comunicó a su tutor, según su testimonio, el maltrato que sufría de forma continuada por parte de su madre adoptiva. Pero ni ayer, ni la semana pasada, la dirección del centro quiso hacer declaraciones. Fuentes de la Consejería de Educación del Gobierno de Cantabria confirman que no hay constancia de tal hecho, y que esta pasada semana se trasladó al colegio personal del Servicio de Inspección de la Consejería «para hacer una evaluación de lo ocurrido y para prestar apoyo psicosocial a los alumnos», especialmente a los que compartían aula con los dos hermanos.
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