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A. González Egaña y Jorge Alacid
San Sebastián
Sábado, 18 de enero 2025, 08:03
El 20 de enero de hace 30 años Consuelo Ordóñez iba a casa de su hermano Gregorio a hacerles una visita y se tropezó con él cuando ya salía vestido de cocinero y con el tambor. Iba sonriente y feliz a tocar la Tamborrada con ... la sociedad El Sauce. Fue la última vez que lo vio con vida. Tres días después, el 23 de enero, un terrorista de ETA le descerrajó un tiro en la nuca cuando comía en el bar la Cepa de la Parte Vieja de San Sebastián con unos compañeros del partido y una visita que había ido a verle al Ayuntamiento. Por este crimen fueron condenados tres etarras, Valentín Lasarte, Xabier García Gaztelu, 'Txapote', y José Ramón Karasatorre. «Gregorio sabía que le iban a matar. Los últimos meses sabía que iba a ser ya, aunque en su casa se cuidaba muy mucho de transmitir esa sensación de miedo. Pero sí que estaba preocupado, lógicamente», rememora su hermana cuando está a punto de cumplir también tres décadas de activismo contra el terror. «Él tenía mucha fe en la rebelión ciudadana contra ETA, en esos movimientos a los que yo empecé a ir un mes después del atentado. Y no fui por casualidad, a mí me lo estaba gritando él, que yo tenía que ir, estar ahí, en la calle, con esos ciudadanos anónimos, los más valientes. Ellos son los que me hicieron superar el duelo, los que me cambiaron el odio por una lucha constructiva, inteligente, contra el terror. Y aquí sigo –hoy es la presidenta de Covite–. Hasta que me muera voy a seguir manteniendo vivo el legado de Gregorio», cuenta a este periódico.
La hermana del teniente de alcalde del PP en el consistorio donostiarra repasa con detalle la secuencia que vivió esa tarde cuando su hermano ya había sido víctima de un atentado. «Eso no se te olvida en la vida», relata. Consuelo se estaba preparando para ir a trabajar al despacho de un procurador cuando llamó al teléfono la madre del concejal Eugenio Damboriena, compañero de Gregorio en el Ayuntamiento. Muy alterada le preguntó si sabía algo de su hermano. Le respondió que estaría «donde siempre, trabajando en el Ayuntamiento». Habló con su cuñada, Ana Iríbar, y tampoco sabía nada. En el consistorio le indicaron que había salido a comer hacía un rato con María (San Gil), Kote (Villar) y una visita que tenían. «O sea, que no creo que tarden mucho en llegar», le indicó el guardia municipal de la recepción. Consuelo volvió a llamar a su cuñada y ella le dijo: «Vente para casa».
–¿Cómo fue ese momento?
–Vivíamos a cinco minutos y al llegar me encontré que estaban acordonando el portal. Había un coche de la Policía Municipal y le pregunto al conductor: '¿Qué está pasando?'. Me mira y me dice: 'Imagínate lo peor'. En casa me encontré toda la escena. Todos llorando. Estaban María San Gil, Eugenio, mi cuñada, el niño... Todos con un ataque de nervios... Ahí ya no se hablaba, las palabras sobraban. La casa se iba llenando de gente y yo estaba preocupada por mis padres, que vivían en Terratech (Valencia). Sabía que tenían que hacer un viaje horrible. Mi padre, el pobre, se enteró por la radio –luego lo supe–. Estaba paseando a los perros y siempre iba con un transistor.
Gregorio Ordóñez, padre, y Consuelo Fenollar llegaron ya de noche y fueron con su hija directos a la capilla ardiente que habían instalado en el salón de plenos del Ayuntamiento de Donostia. «Ahí estuvimos toda la noche y toda la mañana, hasta que ya se lo llevaron. Yo sentía que acababa de sufrir el cambio más radical y brutal de mi vida», rememora. Junto al féretro de Gregorio no dejaron de pasar, durante horas y horas, ciudadanos indignados y rotos de pena por lo que acababa de ocurrir. «La movilización que generó el asesinato de Gregorio marcó un antes y un después. Es muy emocionante cuando te encuentras a gente de todos los sitios, cuando te dicen al cabo de los años: 'Yo sé perfectamente lo que estaba haciendo cuando mataron a tu hermano'», cuenta.
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A. González Egaña
–Fue testigo de amenazas telefónicas a su hermano en las que le decían cosas como: «Gregorio, estamos hasta los cojones ya de ti. Fuera de Euskadi, cabrón». ¿Le trasladó su inquietud o miedo?
–Esas amenazas las recibí en el contestador automático. Yo me quedé viviendo en la casa familiar y un verano, a finales de agosto, cuando llegué de estar en el pueblo de vacaciones, le doy al clic y me encuentro con esas amenazas. También veía pintadas a mi hermano por las calles. Sé que él era consciente de eso. Estaba preocupado y sentíamos un cambio en él.
Pasado el funeral y el entierro se llevó a sus padres de nuevo al pueblo. A la semana siguiente, Consuelo intentó recuperar su vida 'normal', pero no tardaron en llegar «los primeros mazazos» a consecuencia del atentado. «Acababa de colegiarme de procuradora en Bergara, era muy novata. Pero cuando entro al juzgado, noto un vacío, todo lo contrario a lo que me podía esperar, nadie venía a darme un abrazo. De repente, me acuerdo levemente y nunca les podré estar más agradecida, vino una compañera procuradora con un secretario judicial que era hermano de una amiga de la cuadrilla de Gregorio, se acercaron corriendo y me dijeron: 'Consuelo, vámonos, vamos a tomar algo fuera'». Le sacaron del juzgado y le previnieron: «Consuelo, no puedes estar aquí ejerciendo, te tienes que ir de este juzgado, tienes que irte a otro sitio, colégiate en otro sitio, esto va a ser un infierno. Has visto que nadie se te ha acercado a darte el pésame, está lleno de gente que adora a ETA».
Aceptó el consejo y se colegió en Tolosa. Pero la cosa no fue a mejor. «La gente sabía quién era, las fotos de la familia habían salido en todos los sitios porque el atentado fue una gran conmoción, aunque con el paso del tiempo te vas quedando sola, con tu núcleo duro de amigos y la poca familia que tenía. Es cierto que nosotros no éramos conscientes de la masa que había salido a las calles, de lo que significó socialmente el asesinato de mi hermano, lo que impactó, lo que conmocionó, porque estábamos en otra cosa».
–¿Cómo comienza a sentir la soledad que narran tantas víctimas?
–Yo sentía que la gente me trataba como si mi hermano se hubiera muerto de cáncer o de un accidente de circulación, pero estaba pasando un duelo terrible y necesitaba algo más. A unos metros de mi casa se celebraban las concentraciones de la Paloma de la Paz para exigir la liberación de José María Aldaia. Eran unas concentraciones con contramanifestaciones durísimas. Yo iba sola. El otro lado de la plaza lo ocupaba una 'jauría' humana que se pasaba todo el cuarto de hora gritando 'ETA mátalos', 'Gora ETA militarra', 'Independentzia'... Me temblaban las piernas. Y no se conformaban con eso, diez minutos antes venía una camioneta azul que repartía piedras. Nos las lanzaban al finalizar la concentración.
–Y sufre la primera agresión...
–Un 7 de septiembre asistí también a una de esas manifestaciones y esto es importante porque es lo que cambia el rumbo de mi vida, otra vez. Recibo una pedrada y sin quererlo me convierto en activista. Ese día me había encontrado con Javi, un amigo de mi hermano, y tenía el presentimiento de que iba a pasar algo. Ingenua de mí le pedí que nos pusiéramos donde terminaba nuestra concentración y empezaba la de ellos, y el que estaba a mi lado fue el que me lanzó la pedrada. El golpe me echó al suelo y me dejó inconsciente. Me pusieron siete puntos y fui a poner una denuncia a la Ertzaintza. Sirvió por lo menos para que nos dijeran que nos teníamos que cambiar de sitio y nos fuimos al Buen Pastor. Allí pusieron un cordón policial, y a raíz de eso me convertí ya en la 'mujer pancarta'. A partir de entonces iba a todas las capillas ardientes, a todas las contrataciones, empecé a hablar en los medios de comunicación....
Consuelo Ordóñez hacía recuento estos días de la gente conocida y amigos asesinados por ETA después de su hermano y el relato estremece. Recuerda que su procurador trabajaba con 'Poto' Múgica y ella iba todas las tardes a su despacho; también que había estado cenando con José Ignacio Iruretagoiena y su padre unos días antes del atentado en Zarautz o que Manuel Zamarreño era el vecino de su tía Joaquina que vivía en el barrio Capuchinos de Errenteria. En la lista cita también al funcionario de prisiones Javier Gómez Elósegui. «Era de mi cuadrilla. En la última boda de dos amigos cenamos en la misma mesa y me decía: 'Consuelo, no sabes cómo sufren los presos de ETA'. Yo le respondía: 'Hombre, Javier, si quieres que me eche a llorar... todo lo contrario. Más lloro yo, más sufro yo'». Y hay un quinto nombre, su 'gran amigo' Pagaza. «Joseba era el que me llamaba, nunca faltaba su llamada cuando asesinaban a alguien...».
Dar el salto a la vida pública le llevó a sufrir todo tipo de amenazas. «Heredé la popularidad de mi hermano», explica. Consuelo iba con amigas por la Parte Vieja y lo normal era que, de repente, alguien le gritara: '¡Ordóñez, olé tus huevos!', pero también '¡Ordóñez, a Polloe!' o '¡Devuélvenos la bala!'. La cosa se puso seria cuando le ponen siete cócteles molotov en su propia casa. «Me querían quemar a lo bonzo», cuenta. Ante tales episodios, inconscientemente, se acostumbró a que eso era la normalidad. «Te engañas a ti misma porque no puedes salir con miedo». Durante meses fue «a pelo», hasta que le pusieron escolta. «Me podían haber matado perfectamente, yo sé lo que es sentir miedo cuando iba a arrancar el coche, por eso me indignan tanto esos políticos que banalizan con el terror y dicen que ETA está más fuerte y más viva que nunca», denuncia.
Tuvo escolta tres años hasta que se marchó a Valencia, «la decisión más triste que tomo en mi vida, en julio de 2003». «Me estaba engañando, iba de chula, diciéndome: '¿Cómo te vas a ir? Van a pensar que te han ganado, que te han echado'». Y, de repente, se da cuenta de que se tiene que ir, no porque viva con miedo sino porque no se podía «permitir el lujo de seguir viviendo en Donostia, porque ya era procuradora de Tolosa, pero nadie quería trabajar conmigo. Me fui por asfixia económica porque vivía de los ahorros que tenía. Mi vida cambió radicalmente. Que me cuenten que ser víctima en Valencia o ser víctima en el País Vasco...», piensa en alto.
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