El diablo que acostumbra a esconderse en los pliegues del Código Penal ha hecho nido en torno a la nueva redacción de su artículo 178. Este era el precepto que fijaba la distinción entre abuso y agresión sexual, tipificada esta última como tal cuando mediara « ... violencia o intimidación». Hasta que la ley Orgánica 10/2022 de Garantía Integral de la Libertad Sexual, aprobada el 6 de septiembre y con entrada en vigor desde el 7 de octubre, difuminó la distinta categorización de los delitos para castigar como agresión «cualquier acto que atente» contra esa integridad personal, contra esa intimidad, «sin consentimiento». Ese 'solo sí es sí' tan nuclear para Igualdad que su ley estrella ha pasado a identificarse con esas cuatro palabras, sinónimo de todo lo irrenunciable para el ministerio de Irene Montero y transformado en un agudo quebradero de cabeza para el conjunto del Gobierno. La norma que ha desembocado, contra la intención del legislador y por efecto de la unificación de los ilícitos de agresión y abuso, en la rebaja de penas para al menos 372 delincuentes sexuales -de ellos, una veintena han sido excarcelados antes del plazo previsto- va a reformarse porque así lo ha determinado ahora el presidente Sánchez después de tres meses de titubeos. Pero el cambio que negocian el PSOE y Unidas Podemos ni está definido aún ni resulta sencillo. Como tampoco existe un consenso entre los expertos ni sobre las bondades de la ley, ni sobre sus fallas y ni sobre cómo remediar estas. Cada día que pasa, el goteo de atenuación de condenas se hace más caudaloso. Y la pinza es inquietante: la reforma no impedirá que los agresores ya condenados se beneficien de los preceptos legales más favorables para ellos, mientras todo lo que se tarde en modificarlos para los casos futuros aumentará las rebajas en los ya sentenciados.
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Ninguno de los cuatro penalistas consultados para esta información desechan la norma ni utilizan los epítetos despectivos –«chapuza»- con que la atacan sus críticos. Pero a partir de ahí hay matices, y no menores. Adela Asua, catedrática de Derecho Penal, exvicepresidenta del Tribunal Constitucional y ponente del informe del Consejo de Estado que avaló la nueva legislación con algunas recomendaciones, la sigue defendiendo por necesaria porque la anterior «disminuía el reproche penal» de conductas que solo se condenaban si «rayaban la violencia física», como habría demostrado la penosa peripecia penal de la causa contra La Manada. Y no solo eso: cree que la técnica jurídica se aplicó como se debía, porque la unificación en un único tipo delictivo de la agresión y el abuso conducía, necesariamente, al reajuste de las horquillas condenatorias que ha terminado por beneficiar a decenas de delincuentes sexuales. «A mí, como penalista, eso no me escandaliza, pero ha triunfado el estruendo» político y mediático, censura Asua, que añade otra 'victoria': la del «eslogan falaz» según el cual se protege mejor a las víctimas con condenas más duras. Los catedráticos de Penal de las universidades de Castilla-La Mancha y Barcelona Nicolás García Rivas y Joan Queralt también avalan la pertinencia de la ley, pero describen fallas. Para el magistrado emérito del Supremo Joaquín Giménez, la norma incurre en un «error de base: confundir el abuso, aun cuando algunos tuvieran un tratamiento escandaloso, con la agresión. Dos cosas que son disímiles se igualan».
García Rivas sitúa el «talón de Aquiles» del 'solo sí es sí' justamente donde Unidas Podemos ha trazado, a fuego, su línea roja: el consentimiento. «Se ha convertido en un tótem, en negativo», subraya. Para este catedrático, resulta «algo ingenuo» pensar que esa exigencia que preserva la libertad sexual va a evitar que los jueces «indaguen sobre su concurrencia o no» a la hora de evaluar si imponen una condena; y cree que «la equivocación» parte de no haber distinguido en la nueva legislación los casos en los que media violencia o intimidación. «Si no se hace, se corre el riesgo, como se ve, de que se aplique retroactivamente la pena más favorable al reo. Y es más grave exigir el coito mediante violencia que intentando un consentimiento que no se presta», argumenta. Queralt comparte que «no haber graduado las penas» al unificar la agresión y al abuso está jugando en contra de la ley, «más blanda penológicamente que la anterior», constata, antes de calcular que si el futbolista Dani Alves acabara condenado por la violación de la que se le acusa, la pena podría quedarse en cuatro años. Y al margen de las precisiones técnicas -Asua cree que la reforma está más motivada por «la presión mediática» y criterios de oportunidad política que jurídicos-, tanto ella como Giménez y García Rivas vienen a confluir en que la reacción a la defensiva de Igualdad tampoco ha contribuido a serenar el debate. Cambiar el Código Penal requiere calma y «distanciamiento», aconseja el magistrado emérito, que apunta otro déficit: no haber incluido una disposición transitoria expresa en la ley sobre la forma de aplicarla.
Los penalistas consultados tampoco comparten la atribución de las rebajas de penas a la Magistratura «machista», arriesgada línea argumental a la que se aferraron, desde el inicio de la diatriba, la ministra y otros cargos morados. Pero también en esto hay pinceladas de distinta tonalidad. Mientras García Rivas ahonda en que la exigencia del 'sí es sí' -del consentimiento- no borra por sí misma de forma absoluta el margen de interpretación de los jueces al evaluar causa por causa, Queralt y Asua dejan constancia del principio básico en Derecho de que el preso se beneficie de la norma que le es más propicia a sus intereses procesales, pero persuadidos, también, de que hay togados que están aplicando la atenuación de condenas de manera «mecanicista» sin entrar a considerar con mayor profundidad otras circunstancias del caso. «Hay que aplicar la retroactividad, pero no se está midiendo el valor de la ley en su conjunto», asevera la consejera de Estado, quien aboga por que las penas sean «ciertas, adecuadas» y eficaces para proteger a las víctimas y combatir la impunidad antes que por agravarlas por sistema.
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Dado que el presidente del Gobierno ha dado orden de reencauzar el texto legislativo para poner un torniquete que evite, a futuro, más condenas a la baja y excarcelaciones de agresores sexuales, el interrogante está ahora en cómo se va a efectuar ese ajuste técnicamente, cuando el Ministerio de Justicia no precisa en qué trabaja e Igualdad incide en que el consentimiento no se toca. O dicho de otro modo, en palabras de Giménez, cómo se va tejer un «encaje de bolillos» sobre el que no se atreve a aventurar la fórmula. Sin ser partidaria de la reforma como tampoco lo es García Rivas dado que la nueva ley, sostiene el catedrático, «contiene instrumentos muy importantes contra la violencia sexual», Asua se opone a elevar las penas porque los magistrados tienen ante sí un notable conjunto de agravantes que aplicar; y sugiere la posibilidad de que se retorne a las horquillas previas -por ejemplo, en el tipo básico de violación, que ha pasado de 4 a 12 años desde el intervalo de 6 a 12 anterior- e introducir ahí una cláusula para que la sanción pueda suavizarse uno o dos grados si el juez lo cree así en atención a determinadas circunstancias. La exvicepresidenta del TC no descarta el riesgo de que el consentimiento se quede en el camino, como se teme Podemos, aunque se mantenga un único delito de agresión sexual. Pero Queralt, que también se niega a volver a la regulación anterior en la que la exigencia del 'solo sí es sí' aparecía «más difusa», estima que se pueden endurecer los castigos cuando «la obtención del consentimiento sea con violencia». El reajuste, a su juicio, «no solo no ataca el corazón de la ley, sino que lo refuerza». En línea similar, García Rivas insiste en distinguir unos supuesto de otros y, volviendo al tipo genérico de la violación, rescatar la horquilla de 6 a 12 años o, incluso, situar ese subtipo agravado en la mitad superior; es decir, a partir de 8.
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