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Catedrático Historia Contemporánea. Universidad del País Vasco UPV/EHU
Sábado, 16 de diciembre 2023, 07:11
El embajador británico, cuya residencia se encontraba cercana a la calle Claudio Coello, escuchó sobre las 9.30 de la mañana de aquel frío y lluvioso 20 de diciembre de 1973 una explosión seguida de sirenas de policía y ambulancias. Al llegar a la embajada ... escuchó historias sobre una explosión de gas, pero pronto se supo que el almirante Carrero Blanco había fallecido en un atentando. A la tarde, las calles permanecieron «marcadamente tranquilas» y las autoridades, a pesar de los nervios iniciales, «intentaron mantener las cosas en calma». Aunque los medios informativos no hablaban de asesinato, esa tarde la embajada ya conocía todo el dispositivo previo al atentado. El diplomático hablaba de «parálisis y angustia» en unos círculos oficiales «aún reacios a creer que una cosa así podría ocurrir a cielo abierto, al presidente del gobierno y en pleno centro de Madrid». Su temor era que la muerte del presidente generara dos amenazas importantes: «primero, los comunistas y otros elementos subversivos pueden pensar que su momento ha llegado; segundo, los de la extrema derecha pueden tomarse la justicia por su mano contra sus oponentes de izquierdas».
En lo inmediato no pasó nada de esto, aunque los dos fueron factores de relevancia futura. El régimen controló la situación después del shock y se aferró a su normalidad: más allá de las personas, las instituciones se sucedían a sí mismas, con la excepción de lo que pasara con el Caudillo, irreemplazable. El magnicidio hacía inviable un franquismo sin Franco y abría un tiempo nuevo imprevisible, porque no estaba en las manos de ETA, ni de nadie en concreto, determinar su dirección: el atentado daba lugar a aquel tiempo muerto de los gobiernos de Arias Navarro, epílogo de la dictadura y prólogo de la democracia, pero sin constituir un hito fundacional en la reciente historia del país.
No se puede decir lo mismo sobre ETA. Era la segunda vez en que actuaba fuera del País Vasco, y lo hacía para asesinar nada menos que al presidente del Gobierno. En su caso, la violencia sí que se instituyó a partir de aquí como su seña de identidad, su alfa y omega, lo que daría continuidad y sentido a su medio siglo de trayectoria. El atentado contra Carrero, antes el Proceso de Burgos (1970) y después las últimas ejecuciones de la dictadura (1975) constituyen los hitos fundacionales de esa cultura política, y los momentos iniciales en que acumularon un prestigio que administrarían durante decenios, superando con ello lo incomprensible de muchas de sus acciones; la primera, diez meses después, el atentado contra la cafetería Rolando, con trece muertos civiles.
El éxito del atentado convirtió la violencia política en escenario y factor condicionante del proceso de transición a la democracia y luego de la democracia misma. No determinó su discurrir, ni lo impidió, como era su intención -la de ETA, la de los grupos violentos de extrema izquierda y la de los de la guerra sucia parapolicial y la extrema derecha-, pero provocó situaciones de enorme tensión e incertidumbre. El 'voto de las armas' siempre estuvo presente. Sin embargo, el atentado contra Carrero no pesó más que las fuerzas silenciosas, las de los otros 'vientos de la historia', empujando hacia la democratización del país: la presión de la calle, el fortalecimiento del antifranquismo, la demanda de unas nuevas 'clases medias', el atractivo de Europa, la imposibilidad para evolucionar del régimen, la presión de las cancillerías internacionales, la intuición superviviente de los reformistas del franquismo o la necesidad de cambio de los sectores económicos.
Todo le salió bien al comando Txikia. A pesar de lo inédito y exigente de una acción de esa importancia, a pesar de sus dificultades técnicas y logísticas, a pesar de sus errores y fallos de seguridad, a pesar de su insólita exposición, la ubicua policía española y los servicios de información de entonces no fueron capaces de detectar o de seguir la pista de esta amenaza. No lo impidió ni la cercanía del lugar del atentado a la embajada norteamericana o el que se produjera tras la visita del secretario de Estado, Henry Kissinger, a Carrero. Todo les pilló por sorpresa porque perseguían 'rojos', ya fueran estudiantes, trabajadores o curas, y no prestaban atención a un renovado nacionalismo vasco que había apostado por una estrategia violenta.
¿Por qué lo hizo ETA? Porque tuvo acceso a una información que circulaba por los mentideros acerca de las rutinas del presidente, lo que le convertía en un blanco, si no fácil, sí factible. Porque valoró la posibilidad de secuestrarlo e intercambiarlo por presos. La razón endógena del magnicidio se ha tenido poco en cuenta. La ETA que reanimó Eustakio Mendizabal 'Txikia' tras el Proceso de Burgos era tan hiperactiva como él, lo que le supuso casi una decena de activistas muertos en solo dos años -el propio 'Txikia' entre ellos-, muchos detenidos y más de ciento cincuenta presos en las cárceles. El argumento de la venganza, junto con la necesidad de mostrar una fortaleza cuestionada por la acción policial, es esencial para entenderlo. Además de eso, ETA sabía también de la importancia de Carrero y que algo pasaría si se le eliminaba.
De manera que unos pocos jóvenes activistas provocaron una situación inimaginable. ¿Lo hicieron solos? No cuadra la dimensión y eficacia de la acción con los recursos y las formas de hacer de sus ejecutores. Ello animó desde el minuto uno las tesis conspiranoicas. Habría sido en realidad la CIA, alguna 'familia' franquista, los servicios de inteligencia que se estaban reorganizando, la masonería, el KGB… Todo el mundo parecía querer matar a Carrero. Como dice Pablo Escobar en un biopic: «La mentira es muy necesaria cuando la verdad es muy difícil de creer». Es así, pero la tesis de la conspiración no se sostiene ni en los hechos -no hay un solo documento o testimonio que lo soporte- ni en la lógica: lo último que necesitaba o quería cualquiera de esos sospechosos era generar una inestabilidad que hiciera realidad los temores del embajador británico: una oportunidad para los subversivos u otra para la violencia de la extrema derecha. Una especulación tan increíble como el atentado mismo.
Lo de ETA fue una pedrada en las aguas remansadas y putrefactas de un tardofranquismo donde ni el régimen era tan débil para desaparecer ni la oposición tan fuerte para derribarlo. Ese impasse les exasperaba. Con su acción pusieron a prueba a la dictadura, forzando su acobardamiento o su radicalización. Nadie podía prever qué pasaría. La dictadura no se descontroló, pero se mostró vulnerable. Las diferentes 'familias', sin Carrero como empaste de todas ellas -'el alfiler del abanico'-, mostraron su alternativa a la situación y su respuesta a la pregunta 'Después de Franco, ¿qué?'. Pero lo hicieron desunidas y débiles.
Por su parte, la oposición, que apostaba mayoritariamente por una acción de masas no violenta, tuvo que aceptar que la violencia resultaba más eficaz en lo inmediato. Las estrategias de los comunistas -la reconciliación nacional, la vía pacífica- y de los nacionalistas clásicos -esperar al 'hecho biológico' de la muerte del dictador- se ponían en solfa. El sorpaso por parte de ETA resultaba factible.
Pero tanta expectativa se consumió en la nada, en aquellos tres gobiernos de Carlos Arias Navarro, insólito sucesor de Carrero, contradictorio, incapaz de congeniar una razón aperturista con su pasión franquista. Aquel primer ensayo de tránsito hacia algún sitio fracasó, engullido por su inseguridad y su falta de convicción, así como por una calle agitada a la que se acabó respondiendo más con represión que con una alternativa política. En el verano de 1976 el rey tuvo claro que su trono no tenía futuro con esos valedores. Entonces designó a Suarez y el tiempo perdido inaugurado aquel 20 de diciembre de 1973 dio paso a la Transición de verdad.
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