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Cuando el empresario investigado por corrupción Víctor de Aldama comenzó a tirar de la manta, algunos pronosticaron ya la sentencia de muerte del Gobierno de Pedro Sánchez. A los frentes judiciales más cercanos, el de su mujer y el de su hermano, y al escándalo ... por la investigación de un delito de revelación de secretos por parte de la Fiscalía General del Estado, aparecía ahora un nuevo cráter de consecuencias imprevisibles que vinculan a Aldama con el exministro José Luis Ábalos y con su asesor Koldo García. El volcán amenaza con estallar y la lava de descrédito por llevarse muchas cosas por delante.
Aldama, investigado inicialmente por una trama de fraude en la venta de hidrocarburos, obtenía la libertad a cambio de una promesa de colaborar con la Justicia. Comenzaba a esparcir acusaciones a diestro y siniestro, algunas poco verosímiles, otras más reales. Todo ello bajo el morbo y los focos de una opinión pública hastiada de corrupción y con una parte de la derecha, en su más amplio espectro, furiosa y desesperada por la permanencia de Sánchez en el poder. Las personas aludidas lo negaban casi todo. Seguimos sin conocer exactamente cuáles son las pruebas que presenta y los tiempos judiciales también corren. No son eternos.
O Aldama se da prisa en concretar sus pruebas o gran parte del castillo de naipes que algunos han construido desde los golpes de efecto puede desvanecerse a la primera de cambio y cambiar de nuevo el guion convulso de una legislatura en la que nadie se atreve a escribir el último capítulo. Porque la Justicia se basa en pruebas sometidas al principio de contradicción por muchos indicios o convicciones que uno pueda tener. Será el devenir de los casos en marcha el que dicte la última palabra.
Por eso, no está claro que todo el incesante y descomunal ruido que generan los supuestos escándalos de la corrupción sirvan al final para dar la puntilla al Ejecutivo o para aumentar su desgaste pero sin llegar a ese final de viaje. El PP también se ve interpelado. La extrema derecha no pincha en las encuestas y en la medida en que siga siendo un factor condicionante del centroderecha, el PP de Alberto Núñez Feijóo no tiene opciones reales de llegar a la Moncloa si no es con la ayuda del PNV y Junts.
No está claro pues que la ansiedad que sufre el PP sea políticamente suficiente para tumbar a Sánchez, que siempre se crece en la adversidad, ni que la presión continua pueda al final precipitar unas nuevas elecciones. Ni siquiera que una repetición de los comicios pudiera servir para corregir el rumbo.
El PSOE ha explotado la polarización del electorado para concentrar el voto de izquierdas y atraer los sufragios progresistas de la periferia. Frente a las tesis de Estado del viejo establishment del PSOE, Sánchez defiende otro modelo que suscita la reacción de determinados sectores de poder, que se resisten a dejar de ejercerlo.
Puede que el verdadero problema de Sánchez no sea el tercer grado al que le somete el PP, que al final siempre le termina por hacer un favor en el último segundo. Su punto débil es la versatilidad y fragilidad de sus alianzas. En concreto la reconversión de Podemos en un movimiento de claro cariz antisocialista, que evoca a la 'pinza' de Anguita contra Felipe González. Los morados han llegado a la conclusión de que su única tabla de salvación posible es acentuar sus diferencias existenciales con la socialdemocracia y así matar dos pájaros de un tiro: la competencia del PSOE y de Sumar,
También hay que estar muy atentos al desenlace del congreso de ERC, cuyas bases son capaces ahora de tumbar los acuerdos con los socialistas. Todo es posible en la familia republicana catalana. Esa inestabilidad es la principal amenaza en Moncloa, en donde valoran cada vez más la seriedad del PNV ahora que Aitor Esteban, previsiblemente, va a tomar las riendas del partido de cara a su asamblea general. Los viejos aliados, más allá de sus diferencias, se necesitan mutuamente en Madrid y en Euskadi. Y ese es el mejor pegamento.
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