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El pasado 20 de febrero Nicolás Maduro anunció que la Oficina del Alto Comisionado de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas (ONU) en Caracas, cuyas actividades fueron suspendidas días antes, se dedicaba al espionaje y la conspiración. «Esa oficina se desvió (…) se transformó en ... una oficina de espionaje interno, de conspiración interna (…) en el bufete de abogados de terroristas, conspiradores, golpistas y magnicidas de Venezuela», dijo el mandatario durante su programa semanal de televisión.
La necesidad permanente de buscar enemigos externos para perpetuarse en el poder es uno de los mantras más habituales del régimen chavista. Y hace medio año le tocó a un grupo de empleados de la ONU, a quienes Maduro acusó de que en al menos diez ocasiones buscaron expedientes para desestabilizar el país «aplicando el colonialismo judicial».
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Además de suspender las actividades de esta oficina, establecida desde septiembre de 2019, el Gobierno venezolano señaló que haría una «revisión integral de los términos de cooperación» acordados con esta organización y ordenó la expulsión de 13 funcionarios que operaban en Caracas por estos hechos.
La decisión se produjo un día después de que el relator especial de la ONU sobre el derecho a la alimentación, Michael Fakhri, asegurara que el Gobierno venezolano le impidió visitar centros de detención y que las autoridades cambiaron constantemente su agenda durante su visita de dos semanas al país.
Es decir, el Ejecutivo de Maduro esperó convenientemente para llevar a cabo una respuesta en forma de expulsiones. Una estrategia similar a la que llevó, ese mismo mes, al arresto de la reputada abogada Rocío San Miguel, directora de la ONG Control Ciudadano, a quien el fiscal general del Venezuela, Tarek William Saab, acusó de ejercer labores de espionaje, de usar información estratégica del Estado venezolano y de tener conocimiento y formar parte de una conspiración militar descubierta por las autoridades, denominada Brazalete Blanco.
La detención e inmediata judicialización de la causa contra San Miguel y su familia -su hija, dos de sus hermanos, su pareja y un allegado- causó entonces estupor entre organizaciones de la sociedad civil venezolana. Incluso hubo protestas muy cerca de la embajada de España para exigir su liberación, ya que Miguel es una venezolana con antepasados españoles.
«Es delicado tener una ONG como fachada para quienes practiquen acciones terroristas», acusó Saab. «¿Qué pasaría en Estados Unidos, en España, si llegara a descubrirse una situación de este tipo?», se preguntó.
Estas dos operaciones en 2024 contra enemigos externos son solo un ejemplo que contextualiza el anuncio de la detención de dos españoles, José María Basoa Valdovinos y Andrés Martínez Adasme, en el aeropuerto de la ciudad de Puerto Ayacucho. Una noticia en plena ofensiva internacional para exigir transparencia en los resultados de las elecciones presidenciales de julio. O en el caso del Congreso español, para sacar adelante una moción esta semana que considera al opositor Edmundo González presidente electo como ganador de los comicios.
Según el ministro Diosdado Cabello, los dos españoles tienen «vínculos con el Centro Nacional de Inteligencia (CNI)» y con figuras cercanas a la oposición venezolana que estarían preparando un plan para asesinar a Maduro. Se trata de una operación más amplia que se ha saldado con 14 detenidos de distintas nacionalidades.
«Con razón ayer (por el viernes) la señora ministra de Defensa de España le dio un ataque de ira contra Venezuela en un acto de presentación de un libro», afirmó este sábado Cabello, sugiriendo que la referencia de Robles a que el país iberoamericano es una «dictadura» se produjo como consecuencias del arresto de los dos españoles, que ya conocía.
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