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Francisco Apaolaza
Miércoles, 4 de junio 2014, 06:39
A las siete menos dos de la tarde, los vomitorios de la Plaza de Toros de Las Ventas escupen una riada de unas siete mil personas y en ese momento en el que la gente busca su localidad, hace equilibrios entre la piedra y pisa ... sin querer el bolso de las señoras, en ese instante de absoluta mudanza que recuerda a una manada de ñus cruzando un río, alguien dijo Ahí está y curiosamente, todo quisque dejó lo que estaba haciendo y rompió a aplaudir.
Se dejó las manos la sombra con sus banqueros, sus macizas, su copa de balón de whisky de marca y sus señoronas perfumadas hasta el vahído, y también se rompió las palmas el sol con su algarada, su protesta, su bocata de filete empanado y su sombrero de papel.
El Rey había unido las dos Españas, los dos Madrid que solo ponen de acuerdo muy pocos toreros.
En el Palco Real, Juan Carlos I se asomó al aire inmenso y caliente de la plaza y levantó la mano izquierda para recibir el premio. Fue una ovación sostenida, honda y estrepitosa como si durante un minuto largo se cerraran 29.000 sillas de madera contra el suelo. Por primera vez desde vaya usted a saber cuánto, la plaza de Las Ventas gritó ¡Viva el Rey! y al monarca a punto estuvieron de caérsele dos lagrimones.
Era la última Corrida de Beneficencia a la que acudía como jefe del Estado, así que en términos taurinos, Don Juan Carlos se cortaba la coleta y de paso se daba el primer baño de masas desde que anunció su abdicación. La plaza se había puesto guapa, con el palco que tantas veces visitó su madre, Doña María, engalanado en flores rojas, amarilla, trenzas de hojas verdes alrededor de las columnas y un escudo de la Casa del Rey. Probablemente se acordaría de aquella mujer currista hasta los tuétanos que no faltaba a la cita en la plaza y que siendo un niño en el exilio hizo prender en él el gusto por los toros valientes y los toreros locos.
Don Juan Carlos se sentó y en ese momento arrancó el paseíllo de El Juli, Iván Fandiño y Talavante. Los papelillos del ruedo volvieron a volar y los vendedores de bebidas reanudaron su eterno sube y baja, como Sísifos del gintonic y la cocacola. La tarde y la vida siguieron adelante.
A su izquierda estaba el ministro de Cultura. A la derecha, el presidente de la Comunidad de Madrid. Entre los tres mantuvieron una animosa charla que no se rompió ni siquiera en el silencio abismal del quinto, en el instante en el que la faena de Fandiño dudó entre el triunfo y la zozobra. No callaron. A su lado, en los flancos, dos mujeres en postura diferente: Ana Botella con la cara apoyada sobre la palma de su mano y en trasteo constante de mensajes de móvil y al otro lado Cristina Cifuentes, una esfinge que no perdió detalle de lo que ocurría en el ruedo.
El Juli quiso brindarle el primero de la tarde, Rompepuertas, de Alcurrucén, al que cortó una oreja: Por hoy, por ayer, por siempre. Por dignificar la Fiesta. Gracias, dijo, y después llegó Talavante, con un sobrio Para usted, Majestad. Iván Fandiño se abstuvo de hacer brindis alguno, una deferencia que suelen tener los matadores con el Rey. Cuando después de cortarle la oreja al quinto de la tarde pasó por delante del palco, el torero y el rey se ignoraron como una pareja de novios que acaba de romper. Fandiño ni siquiera miró al palco, ni hizo gesto alguno. A la entrada de la furgoneta, cuando le preguntaron por su decisión, no dijo ni Pamplona.
Después de la corrida, cuando el Rey recibió a los matadores y sus cuadrillas en el palco, en ese espacio donde Morante lloró su impotencia en su real hombro hace unos años, y todo fueron cortesía y parabienes. Allí, en esa gruta casi secreta, Don Juan Carlos confesó que aquella no era su última tarde. Se cortaba la coleta como jefe del Estado, no como aficionado: Ahora vendré más, dijo. A la salida, centenares de móviles le robaron una foto desde el otro lado del cordón policial, como si esta vez fuera la última. Se equivocaban.
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